Soy una de esas personas que nacieron miopes, provisto de ideas inciertas acerca de cómo funciona eso de ver la realidad. La familia dice que me pusieron mis primeros lentes a los siete años, pero yo recuerdo que fue después de una operación a los ocho cuando se convirtieron en mis compañeros.
A eso debo (digo yo) la pequeñez de mis ojos, que cumplen su cometido a pesar de que parecen ocultar la mirada más que facilitarla. La verdad es que desde antes me había aficionado a la lectura, y los lentes me dieron el pretexto perfecto para cultivarla sin pudor alguno y con voracidad tan creciente como mis dioptrías.
Los lentes eran pantalla y refugio para mi timidez ante los múltiples apodos que reciben los niños con anteojos. Eso antes, porque ahora todos los escuincles traen lentes y hasta los gozan. Yo, a pesar de los apodos, gocé un poco los lentes por ser casi el único que los usaba, igual que zapatos ortopédicos y peinado con raya a la izquierda.
El asunto es que si en aquel entonces alguien me hubiera propuesto prótesis, más operaciones, lentes de contacto, ojorrobot, yo hubiera aceptado de inmediato; sobre todo porque para mí el hospital era un lugar de trabajo y sanación, no un sitio lleno de miedos y dolores, y no tanto por odiar los lentes. Luego llegó un momento en que ya no pude entender mi vida sin esos anteojos de pasta, con vidrios de ligero tinte verde y estilo fondo de botella.
A veces me preguntaba cómo sería usar lentes oscuros y ver todo negro, aunque me decían que también ayudaban a ver mejor, que filtraban los brillos. Yo asentía sin entender, porque me daba por contento con distinguir los rasgos de mis seres queridos sin confundirlos con otras personas, cosa que alguna vez sucedió. Me preguntaba qué tan gruesos llegarían a ser mis lentes antes de tener que usar no bifocales, sino binoculares… ¿Alguien dijo transplante de córnea? (continuará)