“El plan de comprar un lechoncillo tierno, alimentarlo durante el verano y otoño, y sacrificarlo cuando llega el frío, lo conozco muy bien, pues proviene de costumbres ancestrales. Es una tragedia escenificada en muchas granjas con apego estricto al guión original. La muerte, premeditada, se lleva a cabo de manera rápida y experta, a la que el jamón y el tocino ahumado otorgan un propósito ceremonial raras veces cuestionado (…) particularmente porque el cerdo murió pero yo estoy vivo, cuando bien pudo ser al revés, sin que alguien quede para contarlo” (E.B. White, Death of a pig. Traducción libre por Ivanius).
Supongamos, me dije, que cierras los ojos sólo por un tiempo. Luego sonríes (a medias) como quien nunca se ha planteado ese problema.
No pude responder, aunque lo intenté. Había llegado el momento de poner a prueba mi memoria, pero la evocación de las palabras no es tan sencilla a pesar de haber vivido siempre entre ellas.
¿Qué es más fácil: dejar de leer o dejar de escribir? Esa era la única pregunta en mi cabeza, la que más me interesaba responder. Sabía que ambas opciones eran dolorosas, aunque ninguna justificaría un suicidio por letras.
De pronto me invadió la música. Tal vez tenía sentido refugiarse en armonías diferentes, que también eran un discurso, pero sobre todo impulsaban a moverse. Nada más agresivo que un cuerpo inmóvil en medio del silencio.
Al principio eran canciones, porque puede ser bueno alejarse de las palabras, pero la abstinencia es otra cosa. Después, afinando el oído, aparecieron los tonos que persigue el melómano; entonces comprendí cuánta genialidad cabe en un pentagrama… o cuánta distracción –y mugre– podían acumularse en mis oídos.
Ahórrate las explicaciones, diría cierto anciano monje; sólo consiguen enredarte. Es verdad: donde hay armonía profunda basta la presencia y las palabras sobran; por eso un gesto de afecto se goza primero y luego se glosa.
Además, las páginas suelen avanzar (avanzan siempre) entre tos y temperatura. Quienes –puristas– digan que no hay accesos de fiebre nunca han visto a una mujer cosquillear el piso, ni alimentar sístole y diástole con su taconeo, movimientos ambos que hacen bajar la vista y subir el ánimo. Para que la vida valga la pena hay que alimentarla.
“Espero que no crean que los cerdos hacemos esto por egoísmo o en búsqueda de privilegios. A muchos no nos gustan la leche y las manzanas; a mí me desagradan. Nuestro único objetivo al tomar estas cosas es conservar la salud. La leche y las manzanas (así lo ha demostrado la Ciencia, camaradas) contienen sustancias absolutamente necesarias para alimentar a un cerdo. Los cerdos somos pensadores; toda la administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche trabajamos por el bienestar de ustedes. Es por USTEDES que bebemos la leche y comemos las manzanas. ¿Saben qué sucedería si descuidamos este deber? ¡Regresarían los hombres! Seguramente, camaradas, ninguno de ustedes desea eso, ¿verdad?” (Rebelión en la Granja, de san George Orwell, abducido al español por Ivanius).
Tras bambalinas (o entre las piernas, que también es un término de teatro) hay sucedencias, caminos que se ensanchan, reflexiones, encuentros, desencuentros, comunicaciones, libros —¡cómo no!—, en fin: imágenes, palabras, apariciones, pros y contras…
Otra vuelta a la noria que parece ir más despacio; pero eso, lo aseguro, sólo es aparente: el pibil sigue en preparación, bajo tierra y envuelto como lo manda el canon, hasta que llega la hora. Entonces sí, fiesta, comilona… y deseos. Los buenos.
Dos veces bicentenario, y ya no está Bradbury para atestiguarlo. Corrijo: cambió su boleto de primera fila por un palco, al lado de otros que desde allá observan. Los buenos, digo, siguen acá en la granja. Gracias por eso. Y salud, que es lo necesario. ¡Sigamos adelante!
Ivanius
Junio 2012
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Bienvenido siempre, querido compañero de fórmula. Gracias por prestarme tu público a ratos, por la amistad sincera, por las palabras de aliento. Por el troleo. Dejemos que la escritura haga lo suyo, y te dejo con tu público, que la ovación apenas comienza.
Eso es todo.
Afectuosamente,
Alberto.