No había dónde voltear ni de dónde agarrarse. En un instante, las palabras no llegaron a producirse, la música quedó sin emitir, y las noticias importantes del día pasaron a segundo plano.
En la superficie, todo enmudeció, mientras recordábamos, y no de buena manera, aquello de “retiemble en su centro la tierra”.
Enseguida, el silencio. Entonces –dijimos– todo terminó, y salimos al patio para escuchar que debíamos volver a casa, ese lugar que creíamos seguro e iluminado, y que pronto descubriríamos en ruinas.
Era la mañana del 19 de septiembre de 1985.
Ese día, entre todo lo que vivimos, hay algunos recuerdos especiales. No fueron los funcionarios, ni los partidos políticos, ni las ONGs, quienes salieron a las calles a extender la mano.
Nunca supe, por ejemplo, el nombre de las dos personas que llegaron a mi casa para preguntar, de parte de la familia (a más de dos mil kilómetros de distancia), si todos estábamos bien. No pude contar el número de bolsas que cientos de estudiantes acomodamos, rápido y con seria concentración, para armar almuerzos destinados a los socorristas y voluntarios que acudían a remover escombros.
Recuerdo, entre los miles de mensajes personales que se emitieron por radio abierta y banda civil, las ofertas de equipo, ropa, albergue, medicinas, agua, teléfono, disponibles para quien lo necesitara. Hubo incluso una constructora que ofrecía tractores y grúas, sin esperar más que un voluntario responsable capacitado para manejarlos.
Sí, había escombros y destrucción. Hubo más al día siguiente, casi 36 horas después, cuando llegó la fuerte réplica y pensamos en los voluntarios, en los amigos que estaban ayudando. En todos los que esperaban ayuda y sintieron que la tierra se movía otra vez.
Hace 26 años de eso, y lo recuerdo con absoluta claridad: aunque teníamos miedo, aunque aquellos que tenían la obligación de protegernos estaban paralizados (por el miedo, por la corrupción, por el desconcierto, por el egoísmo), los desconocidos salimos a nuestras calles en ruinas, a nuestra ciudad llena de temor, muerte y dolor, “para ver qué podíamos hacer”.
Y lo hicimos. Por eso seguimos adelante.
26 años después, sigue habiendo ruinas y dolor. También estamos los desconocidos, como ayer. Para guardar memoria de lo que vivimos; para lograr, en todos esos lugares hoy heridos, lo que logramos entonces. Porque para enfrentar de nuevo la muerte, corrupción y parálisis que nos rodean no hace falta (espero) que la tierra tiemble otra vez.