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Súbete a mi libro
Un libro es un teletransportador sin límite de tiempo, espacio o escala. Es una plataforma segura para asomarse al vacío, despegar al infinito, asomarse a lo minúsculo. Un telescopio, un microscopio, un barómetro, un guante, una pinza, una tijera. Es una gota de agua que verdea el desierto, un río que despeja el calor, un lago que invita al reposo. El rayo que anuncia los límites de la tormenta, la luz que indica el final del túnel. El sonido del reposo, el silencio de la iluminación, la chispa de la yesca, el pasto mullido, el pellizco que quita la modorra. Un libro es hogar, es refugio, es espada, es faro, es flecha. Es lo que da sentido a las pausas, tierra fértil para mi voz que aguarda en el tintero. Es palabra, es puntuación, es pista, signo, mapa y horizonte. Es el café de la mañana, el té de la tarde. Es tertulia, es oración, es cadencia. Es trino, es carta, es un abrazo envuelto en electrón, es prueba final para un árbol, y no solo para un árbol, de que hay vida después de la vida.
AVISOS PARROQUIALES: Este es el atisbo inicial de la nueva (y quién sabe si última) temporada.
En puntas y en la yunta
Con el tiempo he dejado de decir que las cosas “no me salen” porque una voz que es al mismo tiempo conciencia, duende y espíritu chocarrero me recuerda que el oficio está en la práctica. Por eso la recompensa extraordinaria que es el reconocimiento no puede ser mi primer objetivo. En cambio, reconozco que escribo porque no puedo evitarlo. Parafraseando a Hemingway, escribo porque me dan ganas de leer algo que nadie ha leído antes. El ejercicio crítico de la vista me revela que, si algo aporto, primero me lo aporto a mí.
En el ballet una bella postura (que a veces tiene su propio nombre en francés o ruso) sale en la foto; lo que no sale son los pies magullados ni las horas de práctica. Pero sin ellas no hay foto.
Además, la (an)danza no es un maratón infinito, pero siempre es movimiento. La vida nutre al oficio, y el oficio le da expresión a la vida.
También hace falta descansar, distraerse y hacer otras cosas. Darle pausa, contenido e ingredientes a la vida para que el oficio se recargue en la digestión, la frustración, la inspiración y la diversión, hasta que el intérprete incorpora sus tropiezos en la coreografía y todo fluye, como si estuviera planeado, hasta el aplauso.
Este post tiene su origen en una gozosa conversación que empezó hace muchos años, ejemplo de todo lo que aquí he dicho… y que hoy no tiene solo música de ballet.
Lo que no cambia
Hay quienes dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pero todos podemos invocar no mil, sino todas las imágenes; no una sino incontables palabras.
Esas son las cosas que valen: las que surgen con la mirada en alto. Los recuerdos, los esfuerzos, las historias compartidas en esas ocasiones cuando, sin tener una cámara o una grabadora a la mano, se quedan insertas, impresas, encarnadas para siempre.
Mientras yo tenga memoria, y aunque no la tenga, todas esas imágenes y palabras me han hecho lo que soy. No quiero ni intentar pescarlas en una red de frases, porque mi punto hoy es invitarles a convocar, cada quien, las suyas.
Solamente hace falta cerrar los ojos un instante para descubrir que me acompaña, hoy igual que en aquel entonces, mi propia historia, que cada vez tiene más trama (pregúntenle a Anaxágoras). Y por qué no, también un poco de sonido.
Por eso mirar al cielo, aunque sea desde la ventana, se convierte en un acto de desafío, pero también de esperanza.
(La música es de la impresionante Kaz Hawkins, un gran descubrimiento de estas desveladas en cuarentena. Disfrútenla).
Sonidos de madrugada II
A veces un mensaje universal se entiende mejor gracias al lenguaje universal de la música… y una voz bien afinada.
Rebecca Ferguson dice: Nothing’s real but love. No hay más que creerle.
Boletos numerados
El tiempo en la cuarentena es distinto, de un modo difícil de explicar. Fuera del espacio de esta pocilga, la realidad-real, tras casi dos semanas de encierro, empieza a adquirir rutinas específicas, y no voy a aburrirlos con ellas, pues por algo se llaman así.
Por otro lado, (re)descubro que entretejer palabras, para mí, nunca ha sido rutina, sino más bien un narrador interno que todo el tiempo tiene diferentes actividades, con un atuendo distinto. No solo el vestuario, sino también la especie (animal siempre; eso es indiscutible), el género (literario, por supuesto) y la voz (generalmente activa: los dormidos no escriben).
No soy psicólogo, así que no intentaré aclararlo (y como los psicólogos también se enredan explicando qué es la psicología, estoy tranquilo) pero el trance de escribir, visto desde mi cráneo, es como una obra de un solo actor con múltiples papeles.
Cada noche el público y el elenco son distintos, aunque la imaginación y la inspiración no han cambiado de propósito desde que las descubrí, hace ya muchos años y en presente (es decir, como regalo): especialmente hoy, y a diferencia de los gladiadores, aquí la función siempre es a vida.
Que todo es así
A veces, hilvanar las palabras sale del alma. Otras veces, la trae de regreso.
Parece simple, por eso hay quienes lo llaman la locura de hablar solo. Pero a veces, ese mismo público resulta ser el más exigente.
Pásenle, si gustan, a Escribidores y Literaturos por mi turno inaugural de este 2014.
Ajenidades. No es un monólogo, aunque me dejen hablando solo.
Magia, misterio y maestría
“Son raros esos momentos en que unos músicos tocan juntos algo más dulce de lo que nunca han descubierto en ensayos o actuaciones, algo que trasciende el mero dominio técnico o colectivo, y en que su expresión se torna tan natural o grácil como la amistad o el amor. Entonces nos muestran un atisbo de lo que podríamos ser, lo mejor de nosotros, y de un mundo imposible en donde das todo lo tuyo a los demás, pero no pierdes nada de ti mismo. Fuera, en el mundo real, existen planes detallados, proyectos visionarios para ámbitos específicos, todos los conflictos zanjados, felicidad para todos, para siempre: espejismos por los que la gente está dispuesta a matar y a morir. El reino de Cristo en la tierra, el paraíso de los trabajadores, el estado islámico ideal. Pero sólo en contadas ocasiones, se levanta el telón realmente sobre este sueño de comunidad cuya evocación tantálica difuminan luego las últimas notas.” Ian McEwan, Sábado.
Razones de letras III: La gana soberana
“Con la certeza matemática de no ser más tonto, me senté ante mi mesa y escribí una novela” — G. Tommasi di Lampedusa
Hay ocupaciones (es decir, características, no necesariamente virtudes) que parecen invocar victimarios espontáneos.
Tal es el curioso efecto que provoca en ciertas personas enterarse de que a uno le gusta leer. Por ejemplo un amigo –devoto de las actividades al aire libre– que al encontrar al lector instalado en cómoda silla, con el grado de sombra preciso y una bebida refrescante al alcance de la mano, sólo atina a decir: “¿Cómo te puedes quedar allí sin hacer nada en un día tan maravilloso?” O, al contemplar las condiciones de un ejemplar que hacen evidente su uso repetido: “¿Para qué guardas un libro que ya leíste?”.
Es peor si descubren que, aparte de disfrutar la lectura, nos gusta escribir. “Has de tener mucho tiempo“, me dijo uno, con el tono de que eso de trasladar ideas al papel delata consagración absoluta a la holgazanería (con h). Igualito le dicen a los diseñadores, arquitectos, actores y muchos otros, que porque nomás hacen dibujitos, repiten palabras o pulsan botones. Cómo no.
Otro quiso saber sinceramente cuántos libros he escrito. Igualmente sincero (y casi tan pragmático) le dije: ninguno que valga la pena todavía. De inmediato me contestó: “¿Entonces, de qué te sirve escribir?”.
La respuesta no la transcribo. Pero me recordó (más o menos) un viejo chiste:
Leí que el alcohol era malo y dejé de tomar. Leí que el tabaco era malo y dejé de fumar. Leí que el sexo era malo y dejé de leer.
Yo sigo leyendo. Y escribiendo también. Porque sí.
Concierto para página solista
Leer hace que la soledad cobre grato sentido. Ante una palabra nueva, un giro inesperado, una nota a pie de página, comienza algo, quinta dimensión de letra, diálogo entre el imaginador que escucha y el que cuenta, a veces con la sutil intervención (o la tosca intromisión) del traductor.
Por eso le digo a Jorge Luis (o Milton, o Tiresias) que no hacen falta los ojos, pues en cada uno resuena a su modo eso que brota de las páginas, y no se despellejan aunque sean finísimo papel, ni permanecen por estar esculpidas en milenaria piedra.
Otras veces las palabras resultan lezna o tatuaje por quedarse prendidas. Años después, ya olvidadas o difusas las circunstancias de su parto, aún aparecen crujientes (agrias, dulces, saladas) entre los labios. Semprún y Maupassant lo supieron, antes de su adiós a la tinta.
Otro ser de la voz es el silencio. Llega el dolor o el asombro, la indignación o la súbita alegría, y “quedamos sin palabras”. Pero tras el cliché gastamos conversaciones y páginas enteras evocándolas, aun a través de otros, porque quien las trazó (recuerdo a Toole, a Salgari) no atinó (o no supo o no quiso, como sea) quedarse para contemplarlas.
Ante las páginas soy yo, y todos los que han escrito (incluso tonterías), pregonan al mismo tiempo su oferta con mi voz, la única que siempre estoy obligado a atender.
Por eso escribo, para buscarle orden, sentido y salidas a ese tránsito cada vez más tupido sin sucumbir en mi puesto como eterno pero finito guardagujas de una estación letroviaria, de una creciente biblioteca de Babel, de electrón y de palabras.
El lector, cuando lee, nunca está solo. Y a veces también es cierto.