Había una vez un texto que debía ser traducido.
«¡O, quantum –en un libro de latín,
Est in rebus inane! » –Blas leyó;
Con la intención de ahorrar aprovechar algunas manos y mentes ociosas, se encargó a varias personas, con formación y conocimientos muy diversos, emprender ese trabajo.
Y como nada de ello comprendió,
Endosólo á un Barbero zarramplín.
Para terminar más rápido, cada participante debía tener total independencia y no intervenir en el quehacer de los otros; total, esa libertad –dijeron– enriquecería el resultado. Así, cada uno de ellos fue abandonado a su suerte recibió algunas páginas y se le señaló fecha de entrega.
Este se vió apurado, y dijo: «Oh Deus!
¡Oh maldito latín! oh mea meus!»
La tal traducción, hecha con más diccionario que criterio, resultó un rompecabezas, porque los participantes no sólo tenían bagaje personal diverso, sino vocabulario distinto (y a veces escaso o nulo conocimiento de la materia que trataba el libro).
Mas luego gritó ufano: «¡ya salió!»
Esta á Blasillo traducción le dió:
«Oh Dios, ¡cuántos enanos hay en Reus!»
Esta historia parece ocurrirle a varias obras que han llegado a mis manos en los últimos años, más evidente desde que comenzó en esta pocilga el reto de los 50 libros. Lo preocupante es su frecuencia, pues lo mismo afecta a autores traducidos (al español, por lo menos) del inglés, que del francés, del ruso, del japonés o del alemán, provocando en el lector desde incomodidad hasta desagrado por la evidente falta de armonía y pobreza en los textos.
¿Traducción nos anuncias literal
Por no dar de la libre en el error?
No soy traductor, pero como lector suelo encontrar dificultades (cuando no erratas) que algo me dice que no deberían estar allí, y algunas han llegado a hacerme desistir de la lectura… o meditar la conveniencia de hacer como Unamuno, es decir, aprender varios idiomas, para abordar a los escritores en el original.
Pues perdona, querido Traductor:
Un dedo apuesto á que traduces mal.
Extraño a aquellos buenos traductores que, por ser además buenos escritores en su idioma nativo, conocían la importancia de respetar la creatividad (y la genialidad) ajena. Bien harían los que hoy se ocupan de ello en recordar aquella frase de Cicerón: O praeclarum custodem ovium lupum! (El lobo, un excelente protector de ovejas).
Los intertextos pertenecen al poema “Traductio Traductionis“, de Miguel Agustín Príncipe (1811-1863), fabulista español. La frase latina incluida en ese poema es de Lucilio, satirista romano del siglo II A.C. y se podría traducir –más o menos– así: ¡Oh, cuán vano es preocuparse por las cosas!