En una casa siempre hay cosas que arreglar, desde la ropa de los chicos hasta los zapatos de los mayores, aunque casi nunca alcanza el tiempo.
Así iba –decía Nana– el cuento del zapatero.
Aquel hombre tenía poco, en una casa pequeñita, pero muy ordenada. Como su espacio de trabajo también era pequeño, sólo podía hacer un par de buenos zapatos a la vez, y aunque era calzado de calidad, no le rendía el beneficio suficiente.
Cada uno de nosotros, como aquel señor, tiene una tarea de la cual ocuparse a pesar de que no rinde cuanto queremos: unos deben ir a la escuela y estudiar cuando querrían jugar; a otros les toca trabajar para comprar ropa y comida; alguien, en fin, debe preparar lo que comemos. Desde luego, también hace falta que la ropa esté limpia, el suelo barrido y cada cosa en su sitio. Es mucho trabajo, y a veces dejamos las cosas en desorden.
Una tarde, el zapatero preparó su material –cuero, clavos y pegamento– para armar los zapatos, pero decidió dejarlo hasta el día siguiente, pues estaba muy cansado, y se fue a dormir.
Ya reanimado por una noche de sueño, decidió levantarse temprano… y encontró un par de zapatos flamantes, listos para la venta.
Algunos de los mayores conocíamos esa historia, pero sabíamos que nadie la contaba como Nana.
El zapatero rara vez tenía tiempo para acabar su trabajo, pero no por falta de habilidades o por ser desordenado. Pocos lugares en el pueblo había tan frecuentados como el taller del zapatero, pues era buen conversador, y para todos tenía palabras de aliento o una sonrisa.
Uno de los vecinos fue causa del retraso, pues acudió, como muchos, al zapatero en busca de consejo. Por eso, en agradecimiento, llamó a todos los amigos y juntos concluyeron el trabajo que tantas veces vieran hacer.
Claro que el zapatero no lo sabía, y en cuanto pudo contó a sus vecinos que seguramente los duendes u otros seres mágicos lo habían visitado.
Fiel a su estilo, en lugar de contar simplemente un cuento, Nana decidió enseñarnos a utilizar nuestra propia magia, y así fue como descubrimos a los duendes y los invocamos desde entonces: convirtiéndonos en ellos.