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Leer es avidez del alma que una vez activa se vuelve antena, séptimo sentido, cualidad perenne; así nos abre paso a vidas, épocas, espacios y horizontes que quizá no podíamos imaginar pero que podemos conocer. Cada lectura nos trae un poco de alimento, saber y magia, y algunas de ellas nos transforman para siempre, como el libro que hoy presentamos desde este chiquero, con profunda admiración y respeto.
Pretérito imperfecto, primera parte de la trilogía El imperio de los cautivos, de Boniface Ofogo (Bogondo, Camerún, 1966) es una novela, una biografía y un retrato. Su protagonista es un hombre que regresa a África después de haber pasado décadas en Europa, para reencontrarse con su país y acudir al llamado de su familia. Lo que se le presenta allí (y a los lectores con él) es una cultura vibrante en resistencia, que brota a través de las cicatrices de la opresión.
Aquí los villanos siguen siendo villanos y las víctimas son totalmente reconocibles, pero no tienen un rostro ni una voz única: son el coro de los que reptan para sobrevivir, ahogados por la sombra, bajo el peso del oro, marfil y diamantes que dejan en ellos un rastro de dolor: la riqueza acaba en otras manos.
Pretérito imperfecto da cuenta, a través de la historia de Titirilandia, de profundas telarañas de complicidad, simulación y el indiscutible panem et circenses que caracteriza a todas las tiranías. Desde el esclarecedor prólogo hasta la última página, aprendemos a través de un cúmulo de emociones, pero también desde los datos y la denuncia, ancestral y presente.
En este libro palpita un amor profundo por la libertad, el empeño y la luz, valores y espíritu de las comunidades, pueblos y naciones de África, continente en el que desborda una realidad que es necesario dar a conocer. Es un relato y también una advertencia, porque, parafraseando un dicho africano, la voz de los leones cuenta una historia distinta a la del cazador.
Después de leer la primera parte de El imperio de los cautivos, agradecidos con el autor por su entrega y valentía, no basta decir que esperamos con ansia las siguientes; también quedamos atentos a la historia que apunta más lejos y más alto que sus páginas.
Boniface Ofogo Nkama. El imperio de los cautivos I: Pretérito imperfecto. Prólogo de Mbuyi Kabunda Badi. Bilbao, 2023. 276 pp. Más información y pedidos aquí
Parecería simple encuadrar nuestra reseña en el “basado en una historia real” que aparece en tantos libros y películas. Pero hay una diferencia clave, al mismo tiempo intimidad y desgarro.
En Fronteras, de Mara Jiménez, los personajes están vivos, y anidan en el cerebro, el corazón y otras vísceras del lector; allí encuentran ecos y disonancias. A poco de haber empezado, logran que nos importe su suerte aunque, como en todo lo nacido de la realidad, llamen más la atención las luces, por inesperadas, que las sombras, por cotidianas.
En el centro de la historia están las mujeres, y no es frase oportunista sino esencia absoluta: sororidad a prueba de distancias, desilusiones, dilemas, décadas y dictaduras que enfrenta límites impuestos desde fuera, pero también los que cada quien descubre desde dentro.
Fronteras es un libro creado con los aderezos del oficio, el sazón de los años y calidez de entraña, evidente en la voz de la narradora, que intenta desdibujarse moviendo los reflectores hacia los otros, pero igual que ellos, junto a ellos y con el fondo de ellos se retrata, digámoslo alto y claro, como protagonista de pleno derecho.
Quien esto escribe, lector todoterreno y de kilometraje más Verne que Humboldt reitera su envidia por las aguerridas letras de Mara, que ya han asomado antes por aquí, y la invitación a dejarse transportar y transformar por ellas, sin necesidad de pasaporte.
Mara Jiménez. Fronteras. Editorial Dunken. Argentina, 2022. 197pp.
Un día, hace no mucho tiempo, alguien importante para mí me hizo darme cuenta de que estoy rodeado de mujeres, y aunque lo dijo como un reproche, me abrió los ojos a todo lo que hay en mi vida a través de ellas.
Encuentro niñas y adolescentes que preguntan, que aprenden, que saben lo que quieren o lo buscan con naturalidad. Conozco profesionistas más allá del grado, que construyen desde el esfuerzo la carrera de la vida. Convivo con quienes hacen del título “ama de casa” un derivado de amor más que de agobio o de mandato. Comparto con otras que avanzan desde la oscuridad y el dolor hacia días cada vez más luminosos.
Me asombra lo que surge de ellas en las manualidades, las artes y los oficios. Disfruto de su compañía, su conversación, su calidez y (por supuesto) su comida.
He aprendido a conocerlas no por reflejo o contraste, sino como descubrimiento. Entiendo que el camino que recorren es personal, que compartirlo es una aventura, y que la intimidad es un privilegio.
Que hoy sea día de la mujer me sirve para reflexionar más allá del hecho que llevó a crear esta marca en el calendario. Me invita a ser agradecido, a expresarlo y a extender la mano, desde el corazón, en recuerdo de las que fueron, mirando a los ojos de las que son, y atento a las que vendrán.
Un derecho y un doblez
Una de las tradiciones añejas de esta pocilga es husmear imitando a los buscadores de trufas para encontrar “rincones insólitos” en la red de redes. Sitios donde haya algo extraño, asombroso, o solamente entretenido, pues a veces hace falta distraerse en medio de lo que muchos ven como confuso lodazal.
Con esa idea, y sabiendo que el encierro progresivo puede ser frustrante para todos sin importar la edad, les compartimos avioncitos de papel, para echar a volar la imaginación (sin necesidad de rifa).
Memoria Fábula
Mis mayores, casi todos, contaban
historias varias que en su saber tenían:
también refranes y canciones, que empleaban
para ahuyentar el tedio de los días.
Así, escuchando de Esopo y Samaniego,
de Iriarte y Lafontaine, aprendimos,
sin sentirlo, a contemplar los animales
y a la naturaleza como hermanos.
Poco a poco fue cambiando el barullo
por las tareas, el estudio y el trabajo,
pero ¡sorpresa! allí cerca, en los libros,
estaban esas y otras voces pa’ enseñarnos,
de Monterroso al Conde Lucanor, el Lazarillo o Sancho,
cuando nos tropezara la memoria
o cuando el cuerpo nos llamara a descanso.
Junto a colegas, amigos y parientes
cada quien continuó su aprendizaje;
mientras, los días se nos han vuelto años.
No diré que nos hicimos eruditos,
ni que estemos en camino de ser sabios:
lo que ignoramos aún es infinito
y está por verse qué frutos cosechamos.
Pero ¡sorpresa! en las conversaciones,
y para huirle al tedio cotidiano,
aquellos cuentos y refranes surgen
(tal parece que ahora los invocamos).
El camino es ahora un poquito más nuestro
para construirlo. ¡Sigamos trabajando!
(Este poema de Ivanius apareció en el blog colectivo Una Curiosa Aventura el 25 de octubre de 2014, y lo rescato hoy para la pocilga, porque sí. Gracias a Pelusa y a Loly por aquella memorable invitación. La imagen es “Batumi country road”, de Ephraim Stillberg, tomada de Wikimedia Commons).
Ni rostro ni nombre
Dedicado con admiración y respeto
a todos los que saben de qué hablo,
un mes después.
Tengo manos
para levantar escombros,
para pasar el agua, jalar cuerdas,
acomodar lo que llega de otras manos,
alimentos, medicinas, ropa: ayuda
venida de muy lejos o muy cerca
y que debo acercar a su destino.
Con guantes, o empuñando una herramienta
descubro que tocar sigue siendo importante.
Tengo oídos que se afinan
a pesar de la tierra que retiembla
para pescar sonidos que rebotan,
distinguir entre un eco y un ladrido,
entre la voz de alarma y la esperanza,
entre el silencio de los muertos y los vivos.
Mis ojos deben enfocarse unos centímetros
para espigar entre miles de mensajes
qué hace falta en verdad, y qué se necesita,
dónde una torta, una gasa, un sorbo de agua,
un relevo, una croqueta, un tornillo,
y dónde sobra, y que no se desperdicie
ni se pierda por no saber cuál es su sitio.
Veo cuánto asombro provoca la grandeza
y cuánta indignación la pequeñez.
No vengo a tomarme una selfie.
Miro a los ojos, presto el hombro,
incluso doblo la espalda
como otros incontables que sí cuentan.
Aquí no hay credenciales que valgan,
ni puestos, jerarquías, generaciones o consignas:
la trinchera es una sola
para la sangre, el sudor y las lágrimas.
No hay primer protagonista; cada quien actúa
en lo que le toca hacer, y aprendemos del silencio
a levantar el puño, a hacernos uno solo
en la emoción y el esfuerzo.
El pasado, con todo y fecha, es un recuerdo que impulsa,
y el futuro, lo que todos alcanzamos
un solo paso a la vez, esta vez juntos.
Lo que importa es saber que el camino es común,
y levantarnos.
Por eso no muestro mi rostro
ni mi nombre:
no hace falta.
Para esta pocilga es un honor compartir con el selecto público y el no tan selecto personal la aparición de Trampas del hambre, el primer libro impreso de Mara Jiménez (léase con énfasis de merolico emocionado).
Hay magia en la familiaridad, porque lo que encuentro es congruente con lo que conozco y alimenta y responde a lo que vivo. También porque (valga el “disclaimer“) la autora habita mis afectos desde años antes de que me llegaran sus letras.
Además, alguna de esas narraciones no sólo la vimos nacer, sino también desarrollarse, en un camino plagado de espinas, espigas y armonías no tan concomitantes —lo digo por Fito Páez— demasiado parecido a este blogbarrio.
Ya lo dijeron en la presentación, y de mejor modo: en “este oficio” (entiéndase lo que se quiera) hablar de un libro, provenga o no de autor querido más allá de las letras, es complicado porque, si no hay sentido del humor (y a veces aunque lo haya) es necesario combinar alegría, sadomasoquismo y envidia en partes proporcionales. Evitarlo no siempre es posible ni hace falta: ante la página, el diálogo va entre el lector y la palabra.
Otro tipo de magia, diría el viajero estilo Verne, está en acudir a lugares y escenarios: los que me parece reconocer, los que quisiera conocer, y los que desconozco. Macro o microcosmos donde creo que puedo asomarme sin peligro… pero mientras leo, adopto (o adapto) a los personajes, y adquiero un lugar como ellos o entre ellos, hasta que termina el cuento. Y me sorprendo, como cuando descubrí en los trinos que Mara había rimado voto con escroto. Ajá.
Desde la Crónica de los desayunos hasta El banquete, los seis relatos de Trampas del hambre reflejan avidez por las palabras, respeto por las historias y complicidad con el lector. Las páginas fluyen en la aparente brevedad de este libro de presentación atractiva y (hay que destacarlo) precio accesible.
Una “primera obra” que nos muestra el hambre de letras y nos deja en la trampa, porque sabemos, y esperamos, que vendrán más. Así sea.
AVISOS PARROQUIALES: Ningún animal fue maltratado en la elaboración de esta reseña, que no contiene espóileres ni risas grabadas. #SoyFanYQué
Mara Jiménez. Trampas del hambre. Editorial La Otra. México, 2016. 128pp.
En todos los años que llevo aquí, jamás me ha interesado saber sus nombres, pero a veces escucho cosas interesantes. Una taza de bebida caliente basta para hacer hablar casi a cualquiera.
Así supe que la severísima anciana de la 4 era una abuelita simpática y dicharachera, a pesar de no haber vestido más que luto riguroso desde la muerte de su único marido, hace más de veinte años. Después de la segunda copa de jerez al terminar la comida, se hallaba más relajada y chispeante, llena de nostalgia por “su época”, cuando “lo que hacía la gente era conversar, no sentarse frente a la tele”.
Ante esa cita, como en tertulia improvisada, intentaron armar “uno de los cuentos de Nana” y se atropellaban entre todos para agregar detalles o comentar un pasaje. Una pareja, que estaba sentada ante otra mesa, se unió a la reunión a media plática porque el relato les hizo reconocer a sus primos, que no habían visto en años.
Visitar a Nana era tradición familiar, especialmente a fin de año. Cualquier época era, junto a ella, una larga sucesión de historias, contadas con estilo propio a un auditorio numeroso y devoto.
El jerez no podía faltar. Al retirar el pavo y los romeritos aparecía la imprescindible botella de Fino. Luego, los papás encendían un puro; las mamás servían café y alguna voz encendía el ruego: “Un cuento, Nana…”. Era el momento de los niños, aunque al escuchar “Había una vez”, los mayores también guardaban silencio. “Lástima que no hayas grabado la reunión de Navidad”, dijo alguien. “Esa vez había tres generaciones escuchándola hablar de Scrooge. Nana era mágica”.
No escuché mucho más porque se me hacía tarde para terminar la limpieza. Abandoné a disgusto mi rincón y me abrí paso entre los clientes que llegaban. Después tomé la escoba para hacer mi ronda en silencio. No hace falta hablar, porque a esta hora allá afuera sólo quedan los muertos…
“Lo que se cuenta”, un relato de Ivanius, apareció en el blog colectivo Escribidores y Literaturos el 7 de septiembre de 2009, rescatado hoy para la pocilga, porque sí. La imagen es “La favorita de la abuela (fragmento)” de Georgios Iakovidis, en Wikimedia Commons.
Una de las curiosidades del barrio virtual es que el blogueo (mutante) se resiste a morir, probablemente porque es un monólogo más amplio o una conversación más pausada que los trinos o el caralibro, sus verdugos y competidores.
Por eso he dicho que el listado de la granja más parece osario (o lista de héroes y mártires) que blogroll.
Sin embargo no todo es luto, gracias a personalidades luminosas como la infatigable Pelusa, que además de su Diario nos ha traído proyectos inolvidables como Una Nota de Agradecimiento y, más recientemente, el amable chismógrafo 365 preguntas, de la mano de Loly y una activa comunidad comentante.
Pues he aquí que este “dúo dinámico” es el motor detrás de Una curiosa aventura, en donde los autores escriben anécdotas e imaginaciones alrededor de una idea semanal.
Esta pocilga felicita a Loly y Pelusa por la iniciativa, así como a todo el grupo de entusiastas colaboradores… entre los cuales, quizá, verán aparecer una “manita de puerco” de vez en cuando. Estaremos pendientes.