Al llegar a la última parte del manuscrito, el narrador describe su propio entorno y las costumbres de la comunidad esenia donde residen los pocos animales que quedaron después de sucesivas reducciones al otrora fabuloso zoológico imperial.
A ese monasterio acudían con frecuencia familias enteras y grupos de hombres eruditos y piadosos, en busca de conocimiento, redención y penitencia. Cuidar a los animales les servía como distracción, además de aliviar la carga de trabajo a los monjes, pues algunos de éstos, cuenta el cronista, brindaban consejo espiritual a visitantes y corresponsales de países lejanos, además de cumplir con exactitud las tareas propias de su vocación.
“Uno de los sacerdotes de Judea que vino al monasterio con su esposa, apodada ‘estéril’, concibió un hijo. Algo parece inquietarlo (quizás sea su eficacia reproductiva), así que pasa largas horas en el área donde estamos los animales. A veces viene también su mujer; aunque la gravidez le dificulta moverse, recientemente le acompaña una muchacha solícita que, según dicen, es su parienta y está próxima a casarse. (…)
“Todos nos hemos hecho amigos, porque aprendimos a compartir las letras y el silencio. Ahora que yo he tenido un crío, espero que llegue a conocer mejor a esta familia y pueda hacerse también su amigo. Algo me dice que así podrá conocer el mundo, más allá de estas regiones. Quién sabe: tal vez gracias a él los pingüinos podremos, por fin, ocupar un lugar en la historia.”
El final del texto parece trazado con mano convulsa. Hay quienes lo atribuyen a la avanzada edad del escribiente; a mí me gusta pensar que su pulso tiembla por las carcajadas del deber cumplido.
Imágenes: Fragmento de papiro encontrado en la cueva Nahal Never (Wikimedia Commons), y recuperación “paleográfica” a partir de una imagen capturada por la FotoMadrina.