Este fin de semana (y la luna de octubre) me trajeron a la mente una historia dedicada a los niños y niñas cuya parentela B-15 visita esta pocilga. Saludos a todos, conocidos o no.
Y felicidades a Inés.
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Había una vez un niño que decidió cazar al conejo de la luna.
Todos los días practicaba tiro al blanco con latas viejas que ponía sobre una barda, y todas las noches (especialmente las de luna llena) subía el cerrito cercano para intentar alcanzar a su presa, aunque sus amigos (y quizás algún maestro) se burlaran de él.
Pasó el tiempo. El niño se hizo pastor de ovejas, porque vivía en el campo y tenía que ayudar en los quehaceres de la granja, pero no le caían bien los cerdos ni las gallinas, a pesar de que unos son más limpios y las otras menos ruidosas de lo que la gente cree.
Una tarde, cuando regresaba a encerrar a los animales, descubrió las huellas de un zorro al pie del enrejado. Sabía que su papá lo había construido bien, pero también recordó que, jugando, había descubierto algunos alambres sueltos, lo suficiente para rasgar sus pantalones. Tal vez…
Esa noche, después de la hora de acostarse, salió por la ventana de su cuarto y trepó al árbol que le daba sombra a la casa, con algunas piedras y su resortera favorita.
Hoy, todos los depredadores saben dónde vive el mejor tirador de la región; nadie se burla de él, y los animales de la granja viven felices.
El conejo de la luna aprendió a esconderse, por eso no todos pueden verlo. Pero estoy seguro de que sigue allí.