Me regreso, meto 19 limones de cáscara delgadita en una bolsita de esas biodegradables y me encamino a la caja.
El almacén, vacío y escojo una caja sola, en la que atiende una ñora equis.
-“buénastardes”
-“stardes”
¡Plip!
-“sietesesenta, ¿redondea?”
-“no”.
Doy 10 varos y me da 40 centavos de cambio. Yo que vivo en una dimensión alterna no me fijo y me voy caminando despacito, en la pendeja.
De repente el chispazo y saco el recibo, lo checo y giro en mis talones para regresar igual, despacito.
Hay tan poca gente que la mona me ve perfecto, y al verme regresar, pasa saliva.
-“señorita, me faltan 2 pesos”.
Así nomás los saca y me los da.
Obvio ni gracias dije, porque, ¿no es cagante ser víctima de la delincuencia organizada?
Me regreso pensando ¿cuántas veces hará eso al día? ¿Valdrá la pena ir a decirle al gerente? Quejarse, pues…
Y no es que se los esté dando a desear, o que de plano les esté haciendo albergar falsas ilusiones, pero #dicen que ya llegó, ya está aquí, el único, incomparable…
Las siguientes son algunas de las razones por las que jamás me iría de México a vivir a otro país:
La gente.
El clima (aunque en días como hoy…).
El desorden ordenado en el que se vive.
La comida.
¿Cómo entender la hora de la comida sin chile, cebolla, y limón?
Si, cómo no.
El fua grá: delicioso, sublime.
Las ostras Rockefeller: uf.
Pato laqueado: yes plis.
Pero a ver, ¿cuántos domingos sin barbacoa o carnitas aguanta el alma? ¿cuántos días puede uno estar sin tamales de verde o rajas? ¿sin sopes y huaraches?
Se apareció el genio y me dijo: “Aquello que me habías pedido está listo, ya terminaron la obra del segundo piso del periférico”. Uf. Escuchar eso me hizo el hombre más feliz de la tierra, o al menos de Izcalli y sus alrededores.
Brinque, flipé, lloré y cuando me iba a arrancar con el eskimbombori, me dijo: “lo único malo, es que, como no me pediste que quitara el tráfico a la bajada, pues falto eso”.
Heme aquí en la fila para incorporarme. Gracias genio.
NOTA AL AMABLE LECTOR: no podrá usted (se lo aseguramos) disfrutar el siguiente artículo sin antes haber visto *completo* el video.
Gracias.
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15 de diciembre 2011, 7pm, México, D.F.
Con ya algunos tintos corriendo por mi sistema, me llama el maistro de ceremonias:
“Y ahora con ustedes, Bob-Alberto, Harris-Estrada… Que nos va a cantar ‘El triste’.
¡¡¡CLAP CLAP CLAP CLAP CLAP!!!”
Volteé a ver al respetable, compuesto en su mayoría por gente borracha y entre risas y caras de incredulidad, que me arranco:
“Qué triste fue decirnos adiós
cuando nos adorábamos más,
hasta la golondrina emigró
presagiando el final….”
Berreé, grité, modulé, susurré y microfoneé como una diva y al final, atropellando al maistro de ceremonias, terminé envuelto en una ovación de pie con la cara a las luces, y diciendo mil y un gracias.
Pota.
Quedé coronado como “El Rey del Karaoke”… pero ¿recuerdan a Juanito Farías? Así, pero con menos cara de chango.
Pa pronto: quedé en tercer lugar, fuera de los VeTePés que se rifaban ahí, con otro áipod para mi impúdica colección.
El karaoke, las borracheras, las netas, el trabajo, los libros, las revistas, los amigos, los encuentros tuiteros, el tuiter, el feis, la gente, las aglomeraciones, el tráfico, Izcalli, Chiluca, las promesas, los desencuentros, las rupturas, las reconciliaciones, las carreras, los entrenamientos, el maratón…
En estos casi quince meses que me he alejado de la pocilga, esas palabras acá tan simplemente escritas reseñan en parte en qué he estado metido.
Regreso porque uno siempre regresa a casa. Que ¿qué voy a hacer? pues sepa –a ciencia cierta–; lo que sí, le copiaré a Diana con lo de su cocodrilo, y postearé no tan largo como mi compañero de fórmula, ni tan poco como en el tuiter.
Nos vemos, respetable público lector de la pocilga.
En una casa siempre hay cosas que arreglar, desde la ropa de los chicos hasta los zapatos de los mayores, aunque casi nunca alcanza el tiempo.
Así iba –decía Nana– el cuento del zapatero.
Aquel hombre tenía poco, en una casa pequeñita, pero muy ordenada. Como su espacio de trabajo también era pequeño, sólo podía hacer un par de buenos zapatos a la vez, y aunque era calzado de calidad, no le rendía el beneficio suficiente.
Cada uno de nosotros, como aquel señor, tiene una tarea de la cual ocuparse a pesar de que no rinde cuanto queremos: unos deben ir a la escuela y estudiar cuando querrían jugar; a otros les toca trabajar para comprar ropa y comida; alguien, en fin, debe preparar lo que comemos. Desde luego, también hace falta que la ropa esté limpia, el suelo barrido y cada cosa en su sitio. Es mucho trabajo, y a veces dejamos las cosas en desorden.
Una tarde, el zapatero preparó su material –cuero, clavos y pegamento– para armar los zapatos, pero decidió dejarlo hasta el día siguiente, pues estaba muy cansado, y se fue a dormir.
Ya reanimado por una noche de sueño, decidió levantarse temprano… y encontró un par de zapatos flamantes, listos para la venta.
Algunos de los mayores conocíamos esa historia, pero sabíamos que nadie la contaba como Nana.
El zapatero rara vez tenía tiempo para acabar su trabajo, pero no por falta de habilidades o por ser desordenado. Pocos lugares en el pueblo había tan frecuentados como el taller del zapatero, pues era buen conversador, y para todos tenía palabras de aliento o una sonrisa.
Uno de los vecinos fue causa del retraso, pues acudió, como muchos, al zapatero en busca de consejo. Por eso, en agradecimiento, llamó a todos los amigos y juntos concluyeron el trabajo que tantas veces vieran hacer.
Claro que el zapatero no lo sabía, y en cuanto pudo contó a sus vecinos que seguramente los duendes u otros seres mágicos lo habían visitado.
Fiel a su estilo, en lugar de contar simplemente un cuento, Nana decidió enseñarnos a utilizar nuestra propia magia, y así fue como descubrimos a los duendes y los invocamos desde entonces: convirtiéndonos en ellos.