Shot, fresa.
Mientras intentamos reanudar la programación habitual, un vistazo tras bambalinas para recordar cómo fue esto de preparar los posts del aniversario cabalístico en medio de la realidad: una tarea gozosa y algo desordenada… pero profesional. Disfruten.
Popcorn Recipes with The Swedish Chef
Gracias al súbito silencio en una conversación de amigos, me puse a observar un grupo infantil (más niñas que niños) que disfrutaba alrededor y dentro de la alberca. Dos equipos espontáneos perseguían un balón, mientras algunos más se deslizaban por una resbaladilla para caer al agua…
Sobre nuestras cabezas, un abanico chirriante jadeaba intentando refrescarnos sin éxito. La mejor opción era acudir a una nevera plástica repleta de cervezas, y atacar con decisión las viandas. Con el estómago y la boca en acción, el calor se siente menos.
No recuerdo mucho de lo que hablamos, porque ante las risas de los niños, las ironías adultas importan bien poco. Preferí observar a un niño patear el balón y a una niña que dio la vuelta para atraparlo con un movimiento desmañado y al mismo tiempo digno de un ballet: la coreografía espontánea de las hadas, con rítmico chapoteo como música de fondo.
Sí, recuerdo bien esa reunión, porque me hace tener presente, cuando necesito algo de calma, la tranquila concentración de los niños que juegan, con toda seriedad, en medio de sonrisas. Allí es cuando me asalta, desde la distancia (no tan) adulta, el por qué de una (más) de mis frases favoritas:
“Los cuentos de hadas son más que verdaderos, no por enseñarnos que existen los dragones, sino por decirnos que pueden ser derrotados”. (G. K. Chesterton, por supuesto… parafraseado por Neil Gaiman en el epígrafe de Coraline).
Cuando Sumiko se asomó a lo que quedaba de la calle, vio el único semáforo que quedaba en pie parpadeando en rojo.
El polvo de las construcciones caídas ocultaba la luz del sol, y le pareció muy raro que podía ver el disco completo sin necesidad de entornar los ojos. Era como el eclipse que le había tocado ver cuando niña.
Recordó fugazmente aquel lejano día de 1936 en el que gente de todos lados vino a presenciar tan impresionante evento. La tristeza la embargó, porque ahora Kitami, su querido pueblo estaba destruído completamente.
Como pudo, trató de incorporarse, pero estaba atrapada entre los escombros del patio de su casa.
“Al menos es madera” musitó.
En la lejanía, un chirriar metálico se anunciaba cada vez más cerca.
Y el retumbar.
La piel se le ponía de gallina de saberse tan minúscula y sin esperanzas ante aquella amenaza. Lo poco que había quedado en pie, se tambaleaba cada vez más.
TROOOOMMMM – SQUEEEEEK – TROOOOMMMM
Podía sentirlo.
Era el fin.
Pasó saliva y otra vez el recuerdo.
Minoru ofreciéndole el té en aquel bello atardecer de primavera. Justo ahí, donde ahora había ruinas y destrucción.
La fuente.
El puente.
“Minoru, falta poco para que nos veamos…”
SQUEEEEEK
Cuando reaccionó, lo tenia justo encima de ella.
Era un angel monumental.
Redondo.
Negro como la noche.
Otra vez el recuerdo. El señor Makita, su maestro de física hablando de la antimateria y los hoyos negros. De la nada. Ahora que la tenía enfrente, no sintió miedo; solamente paz.
Iba a entonar aquel canto sintoísta “cruzando el río” cuando el estrépito la volvió a la realidad.
Los restos de su casa, volaron arrastrados por el ímpetu endiablado del EVA tacleando al angel quienes en su desenfrenada carrera hicieron ahora un surco en lo que quedaba de su manzana.
Macabramente, Sumiko, tenía asiento de ring-side en este combate de sumo monumental.
El angel se incorporó de forma casi mágica volteando sus interiores hacia afuera y mutando entre chirridos y rasguños de metal.
El EVA empuñó su espada y esperó.
Pasaron diez, quince, cincuenta segundos y todo era silencio. El Angel se quedó inmovil y empezó a cambiar de color.
Sumiko sintió una estática muy fuerte que la hizo recordar a su abuelo; y sus relatos sobre la explosión en Nagasaki.
FFFFFFFFFFFFFTTTTTTTTTTTTTT
El aire se hacía cada vez más denso; Sumiko no podía respirar. La boca le sabía a metal.
FFFFFFFFFFFFFTTTTTTTTTTTTTT
“Minoru”
La explosión atómica voló completamente Kitami y las dos montañas que lo rodeaban.
Bzzzzz…frrrttt… BZZZ!!!
-“¿Misato? ¿me escuchan en la base…? ¿Hola? ¿HAY ALGUIEN AHÍ?”
Tango era un perro finoli. Y digo era porque de pedigrí nunca ha sido, pero vivía en el mismo edifcio en el que Azcárraga Jr. ahí en Santa Fe.
Lo tenía todo, además de tener todo lo que un perro necesita para sobrevivir:
Una nana para el solo, ropita, juguetes y el permiso de hacer lo que le viniera en gana siempre y cuando no desaguara ni desalojara el colon en algún lugar de aquel magnífico departamento.
Recuerdo la forma tan a la de sin susto en la que llegó a nuestras vidas.
Un sábado en la mañana sonó el teléfono, era el Pika diciendo si queríamos un perrito. Lis sin pensarlo, y obvio sin siquiera tomarme opinión lo aceptó y tranzó la entrega para la siguiente semana.
Como nuestra agenda de recién casados daba para todo, ese siguiente sábado teníamos comprometido un partido de boliche, dos comidas, una peda en Xochimilco y la entrega del can.
Obviamente a las 3 de la tarde nos quedamos atorados en las trajineras y la agenda se echó a perder.
Pero no lo del perrito; como había quedado en un ‘ai nos hablamos’ pues con voz aguardientosa e ideas nebulosas, pedimos direcciones y nos dispusimos a ir al encuentro.
Ya en el edificio, que más bien parecía un resort de esos de playa -con alberca y todo- un elevador privado nos llevó a un piso, no se cuál, pero altísimo en la torre; y al abrir la puerta, ahí estaba.
En los brazos de la dueña viendo al elevador con mucha desconfianza.
Y que me ve. Y que lo veo.
Y que se suelta a ladrar.
Como loco.
Le pasaron la pelota, los juguetes; nada parecía funcionar. Yo creo que el güey ya sabía a qué íbamos.
Después de una sesión muy lacrimosa de despedidas, nos entregaron su ajuar: un impermeable, una cama de lana, una cobija finísima también de lana Irlandesa, una pelota, un paquete de croquetas de las caras y algunas otras chucherías.
Y llegó.
Y se apoderó del reven.
Hasta hoy.
Este chinche perro ha estado en todos -literalmente- los eventos importantes de este clan, y no como espectador. Ha tomado parte activa en todo, tanto que hasta el mote de ‘interventor’ se ganó a pulso.
*****
Hoy mi hija quiso que pasáramos por donde era la florería.
A varios meses del cierre el lugar está muy cambiado.
La plaza comercial, ahora si lo lograron; les quedó gachísima. Tiene rejas por todos lados, y es oscuuura oscura, y ahí donde era el local más rosa y alegre del lugar se lee: “La raíz del diablo” – Tattoo – Piercing.
Sentí gachón.
Pero con las preguntas de Nina me llegó una idea; ¿y si me hago un tatuaje?
Temas e ideas sobran.
Además lo he dicho, yo no soy un “tattoo guy”, como que no me iría
Pero como alguna vez oí en P&A en la serie esa de los tatús: “un tattoo es para siempre y algo personalísimo. No se piensa, nomás se siente y se hace.” Y queda para la posteridad.
Ahora que Tango tiene casi diez, me empieza a rondar la idea de lo que será vivir sin él.
Maldita sea, ¿porqué los canes viven tan poco tiempo?
Y ahí está la idea: podría inmortalizar a mi hijo y esas mil y una noches que hemos salido a caminar las calles, todos esos silencios, las corretizas, los muebles rotos, los corajes, las búsquedas desesperadas, los cachorros, las peleas, las madrizas… Su irrestricto amor.
Su amistad.
Snif.
Sí me voy a hacer un tattoo.
Gabilondo Soler, por supuesto, en cátedra de humor, inteligencia y más, con una canción y hasta un homenaje isleño. Dura diez minutos, así que tarda algo en bajar, pero una vez que empieza vale la pena.
¡Quién hablara como él habla de lo que habla
…cuando hay tantos (y tantas) que no saben hablar!
Yo, que quiero aprender a hablar como él nos habla,
sé que, cuando habla un maestro, lo mejor es callar.
Cri-Cri, el grillito cantor
En un libro, todo permanece sellado hasta el momento de abrirlo. Allí opera –incluso antes, porque lomo y tapas también cuentan– un conjuro telepático, una sonda (¿o es una sanguijuela?) espiritual.
Entonces comienza lo que algunos psicólogos han llamado “comunicación de las existencias” entre escritor y lector. Cualquiera que haya escrito siquiera una breve carta, por banal que sea, conoce esa sensación en sus dos extremos: la del barco a la deriva que encuentra un faro, la botella rescatada del océano antes que el náufrago. Acá en mi pueblo dicen también “el veinte cae”.
Las letras atrapan; en cuanto se ha aprendido a leer, toda palabra pertenece instantáneamente a quien acude a su presencia.
Una vez abierto ese canal, es inevitable el estremecimiento, el escozor, el gozo, el pasmo o la carcajada ante una hoja impresa, o ante un par de palabras, o una sola, o mil de ellas.
La lectura es rito de iniciación en una hermandad cósmica, intemporal, contagiosa. A partir de ella, el mundo personal enriquece irremediable, casi imperceptiblemente, con glotonería virtuosa a cada sílaba.
Antes del lector, la palabra es silencio. Después, el mundo no calla.
Nunca más.
Y como un homenaje a Chanoc, Lágrimas y Risas, y Fantomas “La Amenaza Elegante”, esta es la segunda entrega del cuentito en siete.