En aquel ya lejano sábado, “asueto de incrédulos y territorio de audaces”, un amigo me llevó a conocer cierta Hostería. Por ser mi primera vez allí, pedí el menú y una entrada de chicharrón con guacamole antes del plato principal. Ese atrevimiento (el chicharrón con guacamole, no el menú) por poco me impidió terminar de comer lo que llegaría después.
“Lo de después” era un chile en nogada, la bendita herencia de Iturbide que logró unir en mi memoria gastronómica un sabor, un sitio y un platillo con tanta firmeza como los tres colores de la bandera mexicana.
Pasado algún tiempo, regresé allí para pagar una apuesta y consolidar amistades… e inaugurar otra tradición gozosa e ineludible.
Con el pretexto de un bicentenario que ha hecho pensar a muchos sobre el significado de recordar la historia, aprender de ella y hacerla presente, los chiles en nogada me parecen un tema útil, además de sabroso.
Conservo, entre otros muchos “recuerdos de mesa”, la receta de chiles en nogada según Artemio de Valle-Arizpe publicada como homenaje filial a Margarita Michelena, destinataria de la receta, por parte de Andrea Cataño, quien tomó la estafeta en las letras y el fogón.
Creo que esos son los mejores ingredientes para conmemorar un bicentenario, un centenario, un decenario o una ocasión cualquiera: compañía, conversación y comida. Como dice un libro de Rius, la panza es primero: quien no come, no vive. Y el estómago está en la ruta del corazón. Lo que importa es lo que nutre. No sólo lo digo yo; allí están maestros como Valle-Arizpe y (asómbrense) Alfonso Reyes:
Estas, oh Musa de fregar los platos,
rimas humildes, sí, pero divinas,
culinaria razón, místicos tratos,
revoltijo de iglesias y cocinas,
te harán saber que, cuando el codo empinas
o pasas a la mesa buenos ratos,
tal vez ejerzas, oh lector piadoso,
un acto religioso.
Primero el hambre, y luego el afecto, trazaron una ruta consagrada por la reincidencia. El resto, dice un lugar común, es historia… sólo que ya no hace falta pedir el menú. Sigamos adelante.