Vereda poderosa, el camino amarillo. Ese, el que lleva a alguna parte.
Al centro, un niño con el mágico poder de contemplar claramente su futuro inmediato decide que no le basta; quiere más.
Busca un espejo que le ayude a mirarse la nuca en la esquina de la pared, un tenedor que pueda trinchar pasta recocida, o una lengua suficientemente larga para lograr lamerse el codo.
Al correr tropieza con una pelota en forma de hongo, o quizás era un conejo con chaleco junto a un gusano fumador que recita a Oscar Wilde, pero no tiene tiempo de fijarse porque el libro de Ciencia Ficción que está leyendo resulta en verdad interesante. Después descubre que lo de no poder lamerse el codo no es cosa suya: nadie es capaz de hacerlo.
En otra parte, el Minotauro se aburre porque ha descubierto que en realidad prefiere ser vegetariano, con tal de que alguien se quede un rato a platicar, pero la naturaleza o la costumbre siempre le ganan, y él, debil ante sus debilidades, se resigna. Después, regresa al centro del laberinto a intentar ponerle esquinas al tiempo, o engarzar los minutos en flores como ofrendas.
Debo dejar de tomar tanto café en las tardes.