En la oficina, junto a las revistas de siempre, encontré un libro. Nada me sorprende tanto como los susurros inesperados que se avivan entre números y comas, entre pausas y capítulos, de línea en línea, cuando encuentran un lector apropiado.
Es una edición pequeña y huele a nuevo, pero no me puedo equivocar. El título es el mismo; hasta las ilustraciones, a la manera de los «viejos tiempos». Ese regusto a sal y confitura que dejaba en la boca no ha desaparecido. Antes, me ocupaba de esas lecturas en el agradable ocio después de la cena; ahora, sólo algunas veces, robándole tiempo (y a veces también comida) a la hora de comer.
El endurecimiento de mi alma no se desvanece, como entonces, al calor de las primeras letras. Ahora hace falta más leña, más fuego, más silencio. Pero siguen allí los escalofríos. Ya no dejo de leer para ir a preguntar, con ceño de niño serio, por las «palabras raras»: los diccionarios ocupan el lugar de conversaciones en que aprendí tantas cosas.
A cada página, recuerdo el negro sonido del polvo en la ventana, aquella tarde gris y llena de ventisca cuando subí, solo, al desván de mi abuelo, y encontré una novela de aventuras. (continuará)