En un muro de libros, descubrí nuevamente una novela que leí hace años, de no importa qué tema. Quien me la regaló tampoco es importante.
No resistí la tentación de asomarme a las páginas, como para verificar que los personajes seguían allí tal como los recordaba. Ya se sabe lo que pasa después, cuando junto a un libro hay otro, y otro…
Al paso de páginas y minutos, volví a visitar a Lovecraft, a Stephen King y a Theodore Sturgeon, y por asociación remota vía Robert E. Howard me puse a buscar a John Kennedy Toole, hasta que recordé que ese libro fue solamente un préstamo, ya reintegrado a la biblioteca ajena. Tomé una franela para desempolvar las repisas y encendí la luz.
Al acomodar de nuevo la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, en la fila de pendientes (junto al Maestro y Margarita, cuya lectura he interrumpido ya tres veces), recordé por qué empezó todo: alguien me pidió recomendarle un libro sobre la segunda Guerra Mundial que le recordara menos a Ana Frank y más a Maus.
Con eso en la mente, tras una nueva desviación que me llevó a Ged el Archimago, encontré a Jorge Semprún. Pero no hubo razón para moverme hasta que el sonido del celular me arrancó del laberinto literario que se adueñó del suelo, el pasillo y la tarde.
Al cerrar la puerta, el reflejo de mi cara en el reloj de péndulo parecía ser del conejo de Alicia. No llegué tarde a la cena, pero nadie quiso creerme cuando dije que había pasado el día como un canario: visitando a algunos viejos amigos, allí donde siempre me esperan.