En este bullanguero país –planeta, debería decir– casi todo lo relacionado con deporte invoca polémica.
Yo me considero, más que aficionado o practicante, un espectador insatisfecho. Y no se me alboroten, pero hace mucho que no veo un solo partido completo de la especialidad que sea en TV, ni se diga asistir a un estadio.
Mis años de paciente observación “sociológica” me hacen concluir que pocas cosas sirven como los deportes para congregar a un grupo de amigos (últimamente, ante un televisor) y hacer brotar al pequeño aficionado fanfromhell que todos llevamos dentro. Catarsis pura, cuando existe la prudencia… o pesadilla sin límites (y hasta balas).
Mi dificultad principal con los más populares (el beisbol y los dos futboles, americano y soccer) es la falta de (¿habilidad? ¿interés? ¿profesionalismo?) de los involucrados (desde los jugadores hasta los comentaristas y patrocinadores) por centrar y conservar la atención del público en el juego mismo. Todo eso hace que los partidos sean, además de largos, aburridos (dos horas uno de soccer, y tres horas uno de fut americano, considerando pausas y comerciales).
No lo digo yo: un artículo reciente de Foxsports dice que el tiempo de “acción efectiva” en un juego de la NFL son once minutos. No sé si hayan hecho el mismo cálculo con el soccer, pero dudo que allí supere los siete. Eso en un mundial, porque a medio torneo local (y lo de “medio torneo” está bien dicho), muchas veces lo más memorable sucede en las gradas: hace poco alguien me recordaba una propuesta de matrimonio que debió esperar a que el América anotara un gol. Y por poco no llegó.
En fin, ya viene el supertazón. Once minutos de acción, botana, los comerciales más caros del mundo, un “espectáculo de medio tiempo” que cuesta más que una miniserie de TV… y dos equipos que, la verdad, me dan igual. Pero habrá que verlo: la convivencia lo vale.