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Corriente

Armonías

Durante un paseo al bosque cercano, los novicios se entretenían con el canto de las aves, y algunos intentaban imitarl0.

Aquella tarde todo fue silbidos y trinos, pero especialmente risas, ya que al cansarse los jóvenes, las aves redoblaban su gorjeo, y cuando los aprendices silbaban más alto, los pájaros enmudecían.

Al atardecer, ya sentados a la sombra, los muchachos preguntaron al viejo maestro por qué no había participado, y si era cierto que no sabía silbar.

Entonces Lou-Sin decidió emprender la marcha de vuelta al monasterio, y cuando se alejaba, los monjes (y los pájaros) lo escucharon cantar.

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Corriente Marranadas

Ayer pude haber muerto

No había dónde voltear ni de dónde agarrarse. En un instante, las palabras no llegaron a producirse, la música quedó sin emitir, y las noticias importantes del día pasaron a segundo plano.

En la superficie, todo enmudeció, mientras recordábamos, y no de buena manera, aquello de “retiemble en su centro la tierra”.

Enseguida, el silencio. Entonces –dijimos– todo terminó, y salimos al patio para escuchar que debíamos volver a casa, ese lugar que creíamos seguro e iluminado, y que pronto descubriríamos en ruinas.

Era la mañana del 19 de septiembre de 1985.

Ese día, entre todo lo que vivimos, hay algunos recuerdos especiales. No fueron los funcionarios, ni los partidos políticos, ni las ONGs, quienes salieron a las calles a extender la mano.

Nunca supe, por ejemplo, el nombre de las dos personas que llegaron a mi casa para preguntar, de parte de la familia (a más de dos mil kilómetros de distancia), si todos estábamos bien. No pude contar el número de bolsas que cientos de estudiantes acomodamos, rápido y con seria concentración, para armar almuerzos destinados a los socorristas y voluntarios que acudían a remover escombros.

Recuerdo, entre los miles de mensajes personales que se emitieron por radio abierta y banda civil, las ofertas de equipo, ropa, albergue, medicinas, agua, teléfono, disponibles para quien lo necesitara. Hubo incluso una constructora que ofrecía tractores y grúas, sin esperar más que un voluntario responsable capacitado para manejarlos.

Sí, había escombros y destrucción. Hubo más al día siguiente, casi 36 horas después, cuando llegó la fuerte réplica y pensamos en los voluntarios, en los amigos que estaban ayudando. En todos los que esperaban ayuda y sintieron que la tierra se movía otra vez.

Hace 26 años de eso, y lo recuerdo con absoluta claridad: aunque teníamos miedo, aunque aquellos que tenían la obligación de protegernos estaban paralizados (por el miedo, por la corrupción, por el desconcierto, por el egoísmo), los desconocidos salimos a nuestras calles en ruinas, a nuestra ciudad llena de temor, muerte y dolor, “para ver qué podíamos hacer”.

Y lo hicimos. Por eso seguimos adelante.

26 años después, sigue habiendo ruinas y dolor. También estamos los desconocidos,  como ayer. Para guardar memoria de lo que vivimos; para lograr, en todos esos lugares hoy heridos, lo que logramos entonces. Porque para enfrentar de nuevo la muerte, corrupción y parálisis que nos rodean no hace falta (espero) que la tierra tiemble otra vez.

 

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Corriente

Sólo porque leo

El interruptor encendido cuando aprendí a leer se quedó trabado, ojalá, para siempre. Las letras desfilan sin cesar con acompañamientos, y no sólo la música de Cri-Cri.

Un día, huyendo de extraños en la escuela, encontré un fichero alfabético. Lo abrí con curiosidad, y el profesor que vigilaba mis movimientos desde lejos dijo: Busca los datos de un libro que te guste, y podrás llevarlo a casa unos días. Cuando lo termines, tráelo para cambiar por otro, hasta que te canses.

¿Cansarme? Más bien quedé pasmado y febril, presa de la sed de letras. A cambio de una cartulina con foto tamaño infantil, devoré colecciones enteras. Conocí a Héctor Servadac, a Honorata de Van Guld y a Winnetou; supe que D’Artagnan y sus amigos tenían aventuras más largas y tenebrosas que la historia (adaptada para niños) que me cautivó cuando mi edad apenas llenaba un dígito. También deseé llamarme de otro modo cuando descubrí que un malvado llevaba mi nombre.

Esa biblioteca no existe hoy: fue absorbida, despojada y transformada en otra cosa por el paso de los años, los maestros y los lectores. El fichero, supongo, se alimenta de electrones, y los lectores no se registran a mano en una tarjeta de cartón. Pero las letras siguen.

Aún traen sorpresas, como que el creador del agente secreto más famoso del cine escribió también uno de los primeros cuentos que leí, sobre un loco inventor y su carcacha voladora. Continúa el asombro.

Tengo ojos, pero ahora sé que aprendí a explotarlos realmente mucho tiempo después de abrirlos por primera vez: eso es leer. A partir de allí, como dijo Borges (Jorge Luis), evolucionó un lector agradecido.

Mirar, ver y observar se conjuntaron gracias a las palabras, que así dejan sedimentos, haciendo menos soso mi seso, renglón tras renglón. Benditas sean.

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Corriente

Sin acertijo

Como ya lo dije en la casa de los trinos, lo pongo aquí completo en su idioma original (inglés). El diálogo-acertijo que acompañó el post anterior y mi turno en EyL pertenece a la novela Catch-22 de Joseph Heller. La traducción, retocada para eliminar los nombres de los personajes, que romperían el encanto, es de este su servilleta. Helo aquí:
«Yossarian says, “You’re talking about winning the war, and I am talking about winning the war and keeping alive.”
“Exactly,” Clevinger snapped smugly. “And which do you think is more important?”
“To whom?” Yossarian shot back. “It doesn’t make a damn bit of difference who wins the war to someone who’s dead.”
“I can’t think of another attitude that could be depended upon to give greater comfort to the enemy.”
“The enemy,” retorted Yossarian with weighted precision, “is anybody who’s going to get you killed, no matter which side he’s on.”» Joseph Heller, Catch-22

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Corriente Disculpitas

Acertijo, comillas y aparición

Hoy es mi turno agosteño (como dirían por allí en la blogósfera) de aparecer en Escribidores y Literaturos.

Para acompañarlo, les propongo (como ya hemos hecho alguna vez) un pequeño acertijo. ¿A qué personajes pertenece este diálogo, y quién lo registró?

“–Tú hablas de ganar la guerra, y yo hablo de ganar la guerra y sobrevivir.
–Exacto. ¿Qué crees que sea más importante?
–¿Para quién? A un muerto le importa muy poco distinguir entre ganadores y perdedores.
–Creo que tu actitud solamente beneficia al enemigo.
–¿El enemigo? Enemigo es todo aquel que busca ocasionar tu muerte, sin importar en qué bando esté.”

La respuesta, en el próximo post. Les espero en EyL con Guardador de puercos… sin parentescos.

 

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Corriente

Leer es maravillarse

“He intentado analizar este poema tan bien como me es posible con el poco tiempo que tuve para hacerlo, pero nada de lo que he dicho puede explicar, o dejar de explicar, el placer que me provoca. Eso es en última instancia inexplicable, y precisamente por ser inexplicable es que amerita una crítica detallada. Los científicos pueden estudiar el proceso vital de una flor, o inventariar sus componentes y disectarla; sin embargo, cualquier científico dirá que no por ello una flor deja de ser maravillosa, sino que lo es aún más cuando se sabe todo de ella”. George Orwell, The Meaning of a Poem. (traducido “al vuelo”)

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Corriente

Palabras distraídas

“No estás deprimido: estás distraído”. –Facundo Cabral

Acompáñenme ahora a Escribidores y Literaturos, donde aparece un texto como distracción, mientras recordamos cómo era eso de cantar.

“Por si acaso”. Hay que seguir adelante, igual que el camino. Por eso las palabras permanecen: porque ayudan a cambiar.

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Corriente

Destrezas

En un medio día caluroso, uno de los monjes, harto de su mala letra, fabricaba criaturas de papel con trozos del pergamino de apuntes. Su manto estaba lleno de fragmentos minúsculos que intentaba sacudir a manotazos.

El viejo maestro se acercó entonces y tomó algunas de esas figuras. Enseguida se quitó el hábito y entró caminando en el estanque del patio, donde las puso a navegar, dentro de un cuenco de madera que hacía las veces de barquito.

Al salir, el anciano mojó un pincel en el agua del cuenco, ahora oscura, y se puso a trazar en un nuevo pliego historias absurdas y fábulas fantásticas.

Cuando el pasmado discípulo le preguntó por qué había hecho eso, Lou-Sin contestó que al sacudirse el ombligo descubrió una borra de algodón entintada, que sirvió a la vez de inspiración para refrescarse y pretexto para practicar su caligrafía.

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Corriente

Razones de letras III: La gana soberana

“Con la certeza matemática de no ser más tonto, me senté ante mi mesa y escribí una novela” — G. Tommasi di Lampedusa

Hay ocupaciones (es decir, características, no necesariamente virtudes) que parecen invocar victimarios espontáneos.

Tal es el curioso efecto que provoca en ciertas personas enterarse de que a uno le gusta leer. Por ejemplo un amigo –devoto de las actividades al aire libre– que al encontrar al lector instalado en cómoda silla, con el grado de sombra preciso y una bebida refrescante al alcance de la mano, sólo atina a decir: “¿Cómo te puedes quedar allí sin hacer nada en un día tan maravilloso?” O, al contemplar las condiciones de un ejemplar que hacen evidente su uso repetido: “¿Para qué guardas un libro que ya leíste?”.

Es peor si descubren que, aparte de disfrutar la lectura, nos gusta escribir. “Has de tener mucho tiempo“, me dijo uno, con el tono de que eso de trasladar ideas al papel delata consagración absoluta a la holgazanería (con h). Igualito le dicen a los diseñadores, arquitectos, actores y muchos otros, que porque nomás hacen dibujitos, repiten palabras o pulsan botones. Cómo no.

Otro quiso saber sinceramente cuántos libros he escrito. Igualmente sincero (y casi tan pragmático) le dije: ninguno que valga la pena todavía. De inmediato me contestó: “¿Entonces, de qué te sirve  escribir?”.

La respuesta no la transcribo. Pero me recordó (más o menos) un viejo chiste:

Leí que el alcohol era malo y dejé de tomar. Leí que el tabaco era malo y dejé de fumar. Leí que el sexo era malo y dejé de leer.

Yo sigo leyendo. Y escribiendo también. Porque sí.

 

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Marranadas

Meter hilo y sacar pabilo

¿Qué alimenta nuestros pasos?
Los abrazos.
¿Dónde combatir la abulia?
En la tertulia.
¿Cómo disipar las prisas?
Con mil risas.

Así no alcanzan mordazas
Para enmudecer el coco:
Compensan al poeta loco
Abrazos, tertulia y risas.

Se llamaba un verso viejo
Ovillejo
Que lo parió siglos antes
Cervantes
Y se lo encontró tan pancho
el Chancho

Luego llegaron las artes:
Un tris, y quedó disparejo.
¡Buena compañía de martes:
El Chancho, Cervantes y Ovillejo!

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