Lou-Sin trabajaba en una esquina soleada del patio del monasterio, rodeado de pájaros que entonaban incesantes batallas y juegos con sus trinos.
En su cuenco de madera, el maestro puso un poco de musgo y otras hierbas. Después lo depositó en un hueco alto del viejo castaño y se retiró sonriendo.
Uno de los discípulos, que lo había visto todo desde lejos, preguntó: Maestro, ¿acaso las aves no tienen sus propios nidos?
Entonces Lou-Sin le contestó: Alguna encontrará ese como una sorpresa, y sabrá compartirlo.