Tengo una caja donde deposito libros “de salida”.
Las razones para dejar allí un ejemplar son muchas: desde haber adquirido una nueva/mejor edición, hasta considerar, objetiva pero subjetivamente, que aquel libro no es tan bueno como para permanecer en mi biblioteca, o para merecer una eventual relectura.
También está la consideración práctica de que siempre hace falta lugar para poner los nuevos libros que compro o recibo… y que exigen más espacio que el disponible en mi cabecera o junto a la silla de lectura.
Más o menos un día al mes hago recuento (con personal y chancha glotonería) de las lecturas pendientes, las terminadas y las nuevas adquisiciones. Así llega el momento de la ofrenda a las musas, a los dioses del ocio o como quieran llamarlo.
Mi compromiso es tomar entonces al menos un libro de la biblioteca y ponerlo en la caja. A veces puede ser el que acabo de terminar; a veces, al hacer espacio encuentro algún candidato. El reto de este año es que la caja reciba tantos libros como mi lista de lecturas, más para darme una idea del ritmo de sustitución que para cumplir una meta de desalojo.
Hace un par de años creía que esa caja de salida no era más que un limbo para libros a la espera del complicado proceso de trueque en la librería de viejo, o una estación en el camino a la biblioteca pública. Luego descubrí que las librerías de viejo son quisquillosas y avarientas, y que las bibliotecas públicas simplemente arrumban los libros por meses (y hasta años) antes de ponerlos a disposición de los lectores.
La mayor sorpresa fue darme cuenta de que no falta quienes aprovechen la caja: la familia, los amigos y hasta algunos visitantes ocasionales, al enterarse del propósito de la caja, no han tenido reparos en “adoptar” un libro. Como muchas veces ellos mismos -en los cumpleaños u ocasiones similares- contribuyen al crecimiento de mi biblioteca, me parece que la caja de salida cierra el ciclo de un modo provechoso, ecológico y lleno del respeto que las musas merecen.