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Razones de letras II: El diccionario

Entre los usuarios de cualquier idioma se critica a lo académico por ser pendular: o muy dentro de la torre de marfil, o muy al ras de calle. También los críticos de la academia padecen el defecto que señalan: su amor por la escuela de la vida los hace desdeñar el claustro, aunque regodearse en el conocimiento de lo coloquial no es síntoma seguro de calidad.

Como tránsfuga que soy, no busco arbitrar; tampoco mantenerme en “el justo medio” que preconiza Tomás de Aquino. Sin embargo, echo en falta para ambos la autocrítica del humor, no tan extremo (o a veces sí) como el que ejercía Raúl Prieto Río de la Loza, mejor conocido como Nikito Nipongo, qepd.

Un diccionario (académico o no, especializado o no) nunca cubre la totalidad de la riqueza técnica y/o vital de las palabras que invocamos todos los días, y sirve mientras no pretenda ser LA autoridad, precisamente por esa razón: el uso.

El lenguaje ES por el uso que hacemos de él, no por el registro de su existencia. La lengua sí se construye de boca en boca y de artículo en artículo, y sólo a posteriori de diccionario en diccionario. El diccionario, sin embargo, está más cerca de las palabras sedimentarias que de las voces metamórficas, y por eso vale, aunque a veces lo que incluye o excluye arda como magma. Fin del paralelismo geológico.

La reflexión va en ese sentido. En mi caso, un diccionario de consulta y uno de trabajo se distinguen por el deterioro (que denuncia el uso); la practicidad los acerca al escritorio o los destierra a las repisas altas del librero. Por eso, un diccionario pensado para estar “a la mano” debe ser edificado con ese criterio: si tomarlo con una mano provoca esguince, no es un diccionario manual; si tomarlo con las dos manos no despeja la duda que llevó a consultarlo, no es tan útil.

Una duda que requiere consultar diccionarios en cadena puede dar origen a un ensayo o tesis, pero resulta fastidiosa cuando lo que quiero es aclarar por qué abocar no es lo mismo que avocar, y usar pronto la palabra correcta para lo que pretendo decir.

Creo que lo más importante siguen siendo la lectura y la práctica; querámoslo o no, es nuestro testimonio lo que mueve a las palabras, para usarlas o para discutirlas.

Entre quienes leen y escriben no hay sólo especialistas, y la Academia ya no está formada sólo por estudiosos y escritores de lenguaje siempre exquisito. Saberlo es bueno para leer y escribir con cautela… y mantener los ojos (y oídos) bien abiertos.

En cuanto a hacer crítica, o como alguien sabiamente me dijo, cagarse o no en las limitaciones y carencias de un diccionario (o de un autor, o de un idioma)… eso hay que contrarrestarlo obrando bien. Es decir, con buenas obras, que combatan tanto el estreñimiento mental como la diarrea léxica.

Eso digo yo, sumergido en el lodo de una pocilga de letras (o letrina).

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Razones de letras I

Maquiavelo contaba en una carta que cuando estaba en su biblioteca conversaba con los antiguos, olvidaba sus penas y no le temía a la muerte“.

El sedimento que dejan las letras en el alma es, creo, esa buena tierra de la que hablan las parábolas. Allí –con paciencia y algo de talento y ciencia, dirían mis abuelos– se pueden sembrar las propias voces y silencios, para que rindan frutos.

Que resultan amargos, a veces sucede; que no siempre se logran, ciertamente. Pues vuelta a empezar, que el cuaderno de apuntes sigue allí, y su objetivo no es recibir siempre prístinas letras, sino alojar bocetos y borrones, balbuceos y exabruptos, divagaciones, desvaríos y debrayes, ingredientes todos para el sorprendente guiso.

Dicen que sólo la cocinera sabe lo que echó al caldero. Pero sentarse a la mesa es otra clase de magia, también digna, y comer hasta quedar satisfecho nunca es trivial.

Por eso digo que no sé si a causa de leer es que escribo, ni me importa dar paso a las palabras como homenaje, juego o desafío.

Me gusta escribir, sembrar palabras, porque leo, y porque cuanto otros sembraron (y siembran) en mí aún rinde sus frutos, y aún sacia más de un hambre.

Leer, antes, es piedra de sed. Después ya no es leer, pero también. Bendito sea.

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Guateques

Aquel día, el pueblo cercano al monasterio se preparaba para una celebración que a unos les parecía costumbre añeja pero poco significativa y otros consideraban tradición noble y necesaria.

El alcalde, buscando aprender (y también agradar a sus electores), decidió invitar al viejo maestro a dar el discurso del festejo.

Al tomar la palabra, tras una reverencia a la asamblea, Lou-Sin sonrió y dijo:

Las fechas son valiosas no por obligarnos a conmemorar recuerdos, sino porque nos impulsan para crearlos.

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Se es o no se es

No lo sé, pero es. Así sucede con eso de echar seso.

Acompáñenme a Escribidores y Literaturos, esta vez para hablar de los vicios, o de los oficios, o de los ocios y de los socios.

Letrólico. Sólo por hoy, lo prometo. O no.

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Cacería II

La libre asociación, quizás mejor llamada complicidad entre escribidor y musas, entre palabra y silencio, entre página y letra, es una especie de mundo flotante, un bolsillo del que puede salir casi cualquier cosa transformada en negro sobre blanco.

La urgencia de contar es un ojo interno, un oído perenne, una mano extendida sin descanso, que lo mismo hace protagonista –en sueños de letras– a una taza de café que a una rata. Los borradores mentales (con imágenes o sin ellas) son “manteo” de las divagaciones, hasta que alguna caiga de pie.

Una antigua creencia árabe imagina que el poeta es un ser montado cada noche por un demonio que le exige arrancar a la lengua lo que la lengua niega. Esa tarea es ardua y el poeta insiste porque no tiene más remedio. Espera que la imaginación encuentre en la vivencia su justa expresión y las tres celebren una boda milagrosa. Bien dijo Dylan Thomas que el poeta persevera en su mester con la esperanza de que el milagro se produzca.” (Juan Gelman, en El País)

Con el tiempo, escribir se transforma en un acto de riesgo no calculado. El autor no manda; sólo da la señal para que el personaje elija su camino y se detenga donde quiera.

Después, los lectores hacen suyo el texto. Allí al mismo tiempo se cumplen dos condiciones: ninguna interpretación es “la buena” y cada quien tiene la propia.

El escribidor suele ser el primero en descubrir qué sucede con el personaje, la idea, la palabra que soltó sobre la página: algo que ni el autor sabía. Decía Hemingway que se hizo escritor porque un día tuvo ganas de leer algo que nadie hubiera leído antes.

Pues eso. Así sucede con los textos afiebrados que a veces asoman en otros espacios, y suele ser habitual en esta, que por algo se llama pocilga: porque, afortunadamente, el lodo sabio de la imaginación siempre puede llegar (y llevar) a cualquier parte. Así sea.

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Cacería

Siento que me persiguen.

El terror no es desconocido para mí; por eso lo acepto, como se acepta un calambre, un entumecimiento, un golpe súbito, de los que casi no se sienten por el “subidón” de adrenalina.

Me inquieta, sin embargo, no poder alejarme. Lo que en el fondo temo es que esa distancia, mi única protección, desaparezca.

Entonces te reconozco, o eso creo. En lugar de alivio, llega el segundo aire, la pared invisible atravesada por el maratonista. No quiero, me resisto. Me niego. Tú no pierdes el paso, yo no puedo perder la esperanza.

Qué pasa al final no importa; tal vez me detuve y cedí, o tú lograste romper el cliché del perseguidor y alcanzarme.

No más una hoja en blanco; sólo estas palabras.

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I Java Dream XVII

El sábado despunta con chirridos, o gorjeos electrónicos, intentando disipar un sueño reparador que cala sabrosamente los huesos.

La visita cotidiana al espejo presenta una non-morning-person bajo greña despeinada.

Chapuzón-remojo intermitente para alinear neuronas con expectativas, pendientes con agenda, atuendo con compromisos.

Aire frío; clavado al guardarropa en busca de exoesqueleto con aura térmica.

Ahora no crujen los huesos ni rechinan los dientes; sólo es el pan tostado con prudente rebanada de queso.

Justo a tiempo, la cafetera emite su reclamo aromático con toque de almendras y canela.

Ya lo dijo el poeta: se hace camino al andar.

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Corriente Marranadas

La traición del traductor

Había una vez un texto que debía ser traducido.

«¡O, quantum –en un libro de latín,
Est in rebus inane!
» –Blas leyó;

Con la intención de ahorrar aprovechar algunas manos y mentes ociosas, se encargó a varias personas, con formación y conocimientos muy diversos, emprender ese trabajo.

Y como nada de ello comprendió,
Endosólo á un Barbero zarramplín.

Para terminar más rápido, cada participante debía tener total independencia y no intervenir en el quehacer de los otros; total, esa libertad –dijeron– enriquecería el resultado. Así, cada uno de ellos fue abandonado a su suerte recibió algunas páginas y se le señaló fecha de entrega.

Este se vió apurado, y dijo: «Oh Deus!
¡Oh maldito latín! oh mea meus!»

La tal traducción, hecha con más diccionario que criterio, resultó un rompecabezas, porque los participantes no sólo tenían bagaje personal diverso, sino vocabulario distinto (y a veces escaso o nulo conocimiento de la materia que trataba el libro).

Mas luego gritó ufano: «¡ya salió!»
Esta á Blasillo traducción le dió:
«Oh Dios, ¡cuántos enanos hay en Reus!»

Esta historia parece ocurrirle a varias obras que han llegado a mis manos en los últimos años, más evidente desde que comenzó en esta pocilga el reto de los 50 libros. Lo preocupante es su frecuencia, pues lo mismo afecta a autores traducidos (al español, por lo menos) del inglés, que del francés, del ruso, del japonés o del alemán, provocando en el lector desde incomodidad hasta desagrado por la evidente falta de armonía y pobreza en los textos.

¿Traducción nos anuncias literal
Por no dar de la libre en el error?

No soy traductor, pero como lector suelo encontrar dificultades (cuando no erratas) que algo me dice que no deberían estar allí, y algunas han llegado a hacerme desistir de la lectura… o meditar la conveniencia de hacer como Unamuno, es decir, aprender varios idiomas, para abordar a los escritores en el original.

Pues perdona, querido Traductor:
Un dedo apuesto á que traduces mal.

Extraño a aquellos buenos traductores que, por ser además buenos escritores en su idioma nativo, conocían la importancia de respetar la creatividad (y la genialidad) ajena. Bien harían los que hoy se ocupan de ello en recordar aquella frase de Cicerón: O praeclarum custodem ovium lupum! (El lobo, un excelente protector de ovejas).

Los intertextos pertenecen al poema “Traductio Traductionis“, de Miguel Agustín Príncipe (1811-1863), fabulista español. La frase latina incluida en ese poema es de Lucilio, satirista romano del siglo II A.C. y se podría traducir –más o menos– así: ¡Oh, cuán vano es preocuparse por las cosas!

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Corriente

Desterrar el frío

“Donde no hay libros hace frío. Vale para las casas, las ciudades, los países. Un frío cataclismo, un páramo de amnesia”.

Valga decir que no la conocí. O que la tuve cerca, pero casi lo supe tarde. O que alguna vez hallé palabras con terremoto pero no sabía que eran de ella. Luego la identifiqué gracias a este blogbarrio, a la pocilga y los amigos de la granja, especialmente mi chanchosocio, Marilú (“la edecán rosa”) y Pelusa.

Hoy que hice mi paseo por los sitios de a veces y los de casi siempre, me topé –en el rincón de Jorge Braulio, artífice y maestro del haiku– con la noticia de su muerte esta semana.

“Queremos —debemos— denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario.”

La eñe, que también es gente, está de luto. Pero las canciones buenas y las buenas letras no dejarán de sonar.

Que haya más libros, más letras, más canciones. Y que María Elena Walsh (1930-2011) descanse y cante en paz, así como la cigarra. Para que en las casas, las ciudades, los países, desterremos por fin cataclismos y amnesias.

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Corriente Explicaciones

Lecturas 2010 (II. Reencuentros y regodeos)

Cada año de lectura es distinto. Este que terminó me trajo muchas letras familiares, “viejos conocidos” que siempre transportan a épocas más simples.

Contra las “condiciones” del reto de los 50 libros, que exige que la mayoría sean nuevas páginas, en 2010 casi la tercera parte fueron relecturas, aunque hubo algún ingrediente extra. Como ejemplo, está David Copperfield, un entrañable Dickens que leí hace muchos ayeres resumido y adaptado para niños. Esta vez enfrenté su versión completa en el idioma original, y aunque me llevó más tiempo del que supuse, fue muy agradable recordar pasajes y personajes.

Algo parecido sucedió con Cuore, mejor conocido en mi tierra como Corazón, Diario de un niño, uno de los primeros libros que recuerdo haber leído. Conseguí su edición en italiano, y (sorpresa) resultó bastante fácil, sobre todo porque sus personajes e historias los conozco casi de memoria. También algo tuvieron que ver Lou-Sin y las clases de baile, pero esa es otra historia.

Julio Verne, además de presencia siempre obligada en mis relecturas, fue motivo para un grato intercambio epistolar con dos sabios y queridos amigos allende los mares en la Ciutat Comtal.

También reaparecieron, con absoluto placer, el heroico policía anarquista Gabriel Syme, de El hombre que fue Jueves, y otra novela imprescindible, Las llaves del Reino, de A.J. Cronin.

Morris West (con un libro que habla del gusto por los idiomas), Jean M. Auel (gracias a un recordatorio del LicCarpilago), Louise May Alcott (por puro ocio), Donald James (por casualidad) y Malachi Martin (por algo de morbo) completan la gran lista de los releídos, casi todos llegados a mi biblioteca para quedarse. Espero.

Pero lo mejor de todos estos reencuentros llegó al fin del verano, cuando, al hacer limpieza pre-otoñal, descubrí una caja donde había guardado algunas de las novelas que leí en mi temprana adolescencia, entre ellas las aventuras de la “Pandilla de Sherlock Holmes”, de Terrance Dicks, y las muy recomendables andanzas de la familia Larsson, escritas por Edith Unnerstad, que volví a disfrutar con voracidad y alegría.

Así concluye el recuento de la cacería de letras 2010. Ha comenzado ya la temporada 2011, así que, como dirían en ciertos barrios, “ce aseptan sujerensias”. Gracias a todos.

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