La profanación está casi completa: las letras ya no cabalgan sobre un vientre de cáñamo y plumilla, sino a través de metal y silicón. El golpeteo que acompaña la danza sigue teniendo ritmo, pero no es sobre huehuetl. La habilidad (o la torpeza) del ejecutante derrama un tapiz de formas y sueños entre parpadeos.
Hay quien dice que la labor del artesano es más espiritual ahora, porque ya no le preocupa la belleza física; eso está al alcance de cualquier renacuajo con iniciativa y un manual lo suficientemente amplio. Lo único que tiene importancia, verdadera importancia, está sólidamente encerrado tras las cejas.
Sin embargo el monstruo, moderno hijo del trueno, crece en voracidad y astucia mientras yo sólo tengo palabras para darle. La ofrenda simbólica se vuelve cada vez más sangrienta: los hijos de Alfa y los parientes de Omega se cortejan en eterno apareamiento.
Mientras el vientre de la bestia digiere su almuerzo binario, el escribiente se arranca los cabellos.
Más tarde, el verso enfrenta su segunda crítica, y al toque de una nueva melodía hecha de viento, calor y arrastre, el negro pasa a blanco y lo blanco a negro. Al final un balbuceo de polvo para que a las manos del poeta llegue una hoja con la traducción de sus anhelos.
Se ha consumado un nuevo sacrificio que puede ser repetido hasta el cansancio: la inmolación de la palabra, bajo la mirada poderosa y amaestrada de ese (por hoy) dócil hijo de Zeus llamado electricidad.