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No hablarás

floating, by PiccoloNamek (Wikimedia Commons)

Una de las consecuencias extrañas de este encierro es el aprendizaje. No me refiero a todos esos memes que hablan de bajar de peso, cocinar, hacer ejercicio, dibujar con el lado izquierdo del cerebro y escribir con el derecho, o viceversa.

Más bien, estar encerrado me ha hecho ver cuánto hace falta la conversación, sí, pero también que no con todos hablo de la misma manera, ni por el mismo medio, ni la misma cantidad de tiempo, y comparativamente muy poco “en directo”. Quien dijo que la correspondencia ha muerto no sabe cuántos miles de páginas se escriben como correos electrónicos, trinos o mensajes en Whatsapp. El silencio de la voz oculta ríos de tinta donde no hay ronquera que valga, ni es necesario ser uno de los tres tenores. Leer también es hablar.

Me refiero a que tengo queridos amigos con quienes no cruzo más que correos (o mensajes de texto) unas cuantas veces al año; otros, también de antigüedad que ya se mide en décadas, con quienes intercambio llamadas o mensajes decididamente telegráficos: tres palabras o quince segundos, del tipo “quedamos en eso”, “está bien”, “te escribo los detalles”, o “confirmamos mañana”.

Aunque veo con cierto asombro que en ese sentido que digo no falta con quiénes hablar, descubro que me resulta difícil hacerlo con la voz largamente a menos que sea en vivo y en directo. Incluso en grupo (y no influye que ahora estén de moda las videoconferencias, decididamente divertidas) mi modo de ser inmediato es más bien la escucha.

Gracias a la cuarentena entiendo y agradezco la libertad del  texto, así como aprecio el privilegio de un cruce de opiniones frente a la bebida o vianda común… aunque me sorprenda descubrirlo como un clamor silencioso a pesar de la tribu de personajes que me habitan, porque como ya lo he dicho antes, escribir es un flujo de voces que nunca cesa. Lo bueno es que para encauzarlo y mejorarlo existen los afectos, y para amansarlo está la música.

Por cierto, si Pitágoras no miente, este es el post número 500 de la pocilga. Habráse visto, Sancho, como diría el Quijote. Se hace camino al andar.

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Telaraña mental

El sueño de la razón«Mira, querida mía… Hace dos mil años, para ser tolerante, bastaba con estar en contra de la aniquilación sistemática de ladrones y criminales. La mayoría de la gente encontraba normal la pena de muerte, la sumisión de las mujeres, la esclavitud, la ley de los religiosos y la del caudillo local. El que proponía que ejecutaran a los ladrones sin torturarlos primero pasaba ya por ser un espíritu tolerante o, para los encargados de mantener el orden, por un loco utopista cuyas ideas progresistas serían la perdición de la sociedad. Hoy, cuando cualquier gilipollas canta las virtudes de la tolerancia, resulta cada vez más difícil ser su abanderado y es imposible distinguirse de la masa moral. Los tolerantes ya no escandalizan a nadie, ya nadie los critica ni los elogia. Antes la tolerancia era una especie de aristocracia de los espíritus más vanguardistas; hoy, en cambio, como se ha popularizado, esos aristócratas, para no perder su posición, tienen que llevar su tolerancia hasta extremos que hace un siglo no habrían ni imaginado. Buscan otros límites, en el sexo, el arte, las drogas, van allí donde estén solos, lejos de los bienpensantes, que marcan el límite que ellos han de traspasar. Necesitan la moral mayoritaria para oponérsele, para gritar “No a la censura” y sentirse herederos de los que antaño se jugaron la vida combatiéndola. Pero no arriesgan nada, y, además, así ganan más dinero y tienen más fama.»
Martin Page, El vuelo de la libélula.

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