«Mira, querida mía… Hace dos mil años, para ser tolerante, bastaba con estar en contra de la aniquilación sistemática de ladrones y criminales. La mayoría de la gente encontraba normal la pena de muerte, la sumisión de las mujeres, la esclavitud, la ley de los religiosos y la del caudillo local. El que proponía que ejecutaran a los ladrones sin torturarlos primero pasaba ya por ser un espíritu tolerante o, para los encargados de mantener el orden, por un loco utopista cuyas ideas progresistas serían la perdición de la sociedad. Hoy, cuando cualquier gilipollas canta las virtudes de la tolerancia, resulta cada vez más difícil ser su abanderado y es imposible distinguirse de la masa moral. Los tolerantes ya no escandalizan a nadie, ya nadie los critica ni los elogia. Antes la tolerancia era una especie de aristocracia de los espíritus más vanguardistas; hoy, en cambio, como se ha popularizado, esos aristócratas, para no perder su posición, tienen que llevar su tolerancia hasta extremos que hace un siglo no habrían ni imaginado. Buscan otros límites, en el sexo, el arte, las drogas, van allí donde estén solos, lejos de los bienpensantes, que marcan el límite que ellos han de traspasar. Necesitan la moral mayoritaria para oponérsele, para gritar “No a la censura” y sentirse herederos de los que antaño se jugaron la vida combatiéndola. Pero no arriesgan nada, y, además, así ganan más dinero y tienen más fama.»
Martin Page, El vuelo de la libélula.
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