Hace unos cuantos años intenté usar lentes de contacto, de esos que son como un pellejo con rayitas para dar la ilusión de otro tono.
¿El color? Ni azul, ni gris, y (por supuesto) violeta menos; lo que quería era divertirme, no parecer una especie de mutante borracho (el pretexto fue una fiesta de disfraces). Me decidí finalmente por el verde, con el que ya me sentía cómodo y acostumbrado. Aunque el color “se me veía bien”, mis ojos, sin sus fondos de botella, eran tan de adorno como los pellejos coloridos. Allí acabó el experimento.
Después llegó el ultimátum: lentes de contacto rígidos, o transplante; de láser, ni hablar. Se supone que un minicontacto detendría la deformación en el ojo izquierdo, que amenazaba con agravarse. Pero no me pude adaptar: aunque los usé algunas veces, sentía un chirrido, algo en los ojos como arena después de jugar todo el día en la playa. Además, ni hablar de salir a la calle o manejar con ellos, porque nunca aprendí a quitármelos con facilidad, así que después de usarlos parecía salido de una pelea de box, del velorio de mi mejor amigo, o haber intentado extirparme los ojos con una cuchara. Entonces los dejé secar en su estuche plano y volví a los lentes de siempre, un poco más delgados (y sin armazón de pasta) porque ya había evolucionado la tecnología.
Había (y hay) cosas imposibles, como bucear, por razones de equilibrio más que de visión, pero sin vista ¿cómo admirar los peces de colores? …mucho menos perseguir sirenas. Al nadar sin lentes me entró la angustia porque no veía bajo el agua. Pensé que el mar me iba a tragar y que algún tiburón miope me podría confundir con su cena mientras yo, pensando ver a un delfín, me acercaba para tomarlo confianzudamente de la aleta. Los defectos oculares pueden ser paralizantes para la vida, pero no para la imaginación, que es la vista alternativa de los miopes. (concluirá)