Cuando por fin pensé que me había resignado a ser para siempre amigo de los ojos de vidrio, los “avances de la ciencia” me llevaron a la consulta de nuevo. Luego me hice estudios y me propusieron prótesis y operaciones. Por supuesto me mandaron al diablo para la cirugía láser, pero me dieron otras opciones. Yo me negué, apoyado por uno de mis oftalmólogos de siempre, miope también, y orgulloso de sus anteojos que le habían permitido operar con éxito a miles de pacientes.
Después me di cuenta de que no era más que una larga y tonta defensa, para dejar que mis ojos dieran hasta donde fuera sin ser intervenidos. Me hice a la idea de que eso no iba a cambiar, al menos no para bien. Seguí leyendo y escribiendo; compraba mis libros y películas favoritas y corría a los estrenos de cine y escribía palabras y más palabras pensando que tal vez sería lo último que vería o leería.
Un día, mi otro oftalmólogo me dijo: “Mira, acércate a ver esto”. Al principio me pareció que mostraba un par de recortes de uña para ponerme a prueba, pero como mi ceguera y mi imaginación me habían hecho ya ese tipo de jugadas muchas veces, puse un poco más de atención.
El mentado “procedimiento quirúrgico” que me enseñó se centraba en unos como miniparéntesis “que se insertan en la córnea para blablabla…. y entonces el ojo ya no tiene punta y bla bla bla… y vas a ver qué bien vas a ver”. Yo no entendía mucho, porque pensaba que en vez de fulminar mi ojo con un rayo láser le iban a meter cuchillo. Y así como el láser suena a siglo XXI, el bisturí me recordaba a Jack el destripador y a Naranja Mecánica.
Al final, me dijo, el ojo se ve normal, y los implantes “biónicos” pueden ser excelente tema de conversación. El cambio en la visión hace que un ojo con, por ejemplo, 15 dioptrías físicas, termine con dos o tres, que es como pasar de la ceguera total a una visión que no será de águila, pero impide confundir a la novia con la suegra, permite usar lentes de contacto blandos, e inaugura un campo visual que incluye objetos y sujetos más interesantes que yo mismo, mi nariz y mis zapatos. Bueno, eso digo yo.
Hoy mis “últimos” anteojos descansan en lugar de honor junto a la computadora, mientras trato de no pensar en Joyce y Borges y Homero y Sartre y Pulitzer y Milton y Quevedo (y Diana, quien me envió un correo que disparó todo este rollo). Argh, quisiera ese talento, para ya no tener que preocuparme.