En un libro, todo permanece sellado hasta el momento de abrirlo. Allí opera –incluso antes, porque lomo y tapas también cuentan– un conjuro telepático, una sonda (¿o es una sanguijuela?) espiritual.
Entonces comienza lo que algunos psicólogos han llamado “comunicación de las existencias” entre escritor y lector. Cualquiera que haya escrito siquiera una breve carta, por banal que sea, conoce esa sensación en sus dos extremos: la del barco a la deriva que encuentra un faro, la botella rescatada del océano antes que el náufrago. Acá en mi pueblo dicen también “el veinte cae”.
Las letras atrapan; en cuanto se ha aprendido a leer, toda palabra pertenece instantáneamente a quien acude a su presencia.
Una vez abierto ese canal, es inevitable el estremecimiento, el escozor, el gozo, el pasmo o la carcajada ante una hoja impresa, o ante un par de palabras, o una sola, o mil de ellas.
La lectura es rito de iniciación en una hermandad cósmica, intemporal, contagiosa. A partir de ella, el mundo personal enriquece irremediable, casi imperceptiblemente, con glotonería virtuosa a cada sílaba.
Antes del lector, la palabra es silencio. Después, el mundo no calla.
Nunca más.