Cierro los ojos y se dispara una cadena de sinapsis con palabras como atolladero, mejambrea, cogorza, embalse, ríspido, tontaina, himenóptero… tarugo.
Después, sin mediar silencio, llega el tropel de escándalo y melodía: el Vuelo del Abejorro, Carmina Burana, Queen & Bowie, Vivaldi, Mertens.
Cuando Guty Cárdenas y Rob Halford hacen dúo, sé que debo estar soñando. Entiendo a Beethoven, que no podía ensordecer su mente y tampoco exigir (siquiera de sí mismo) la perfección que escuchaba dentro del cráneo. Quiero huir, pero me asaltan La Muerte y la Doncella que bailan sinuoso tango entre aplausos y bombillas.
Quizá este cuerpo sea territorio límite, caja de resonancia para un íntimo pleito entre el espíritu y las musas, o el encierro temporal de un loco que recobra la razón mediante periódicas emanaciones y excrecencias…
Cuando despierto cubierto de sudor, estoy seguro de una cosa.
Componer ilusiones, historias o añoranzas no es ejercicio de sonidos, imágenes o tinta: crear es, en cambio, apuntar cadencias que buscan atinarle a la armonía.
Exprés cortado, por favor, y sin azúcar.