Repasando memorias, encontré una que no me gusta.
La biblioteca abandonada, la biblioteca-museo, la biblioteca elefante blanco. Esa que tiene altas estanterías rellenas de libros tras puertas de cristal, a la que se llega con cubrebocas, guantes y bata de cirujano. Más que biblioteca, debería llamarse morgue de libros.
Otras solamente se abren en las “grandes ocasiones”: bodas, funerales, campañas políticas. En ellas puede haber un retablo o el retrato de alguien con traje de gala junto a un mapa o una bandera, sobre un escritorio para que los turistas tomen la foto “del recuerdo”.
También hay bibliotecas sólo para especialistas, en donde los usuarios ostentan permisos especiales y los libros se hojean sobre un atril en cuartos climatizados. No tocar: las palabras duermen y no es bueno despertarlas.
En algunas casas, “el estudio” es un recinto con paredes que alternan diplomas y colecciones de libros: allí se acude a tener conversaciones privadas, no para leer. Su versión más modesta es la esquina de alguna habitación donde languidecen unos cuantos libros de texto de cantos grises y una enciclopedia vieja, con el amarillento diccionario “Academia”, el Álgebra de Baldor o el Pequeño Larousse Ilustrado escoltando un escuálido Quijote y una Divina Comedia en dos tomos (eso sí, con ilustraciones de Doré).
En esas bibliotecas no respiran ni los recuerdos. El destino de esos libros es el polvo o la ceniza, porque han dejado de ser voces: son leña encuadernada.
Llegar a esos lugares me da tanta tristeza como estar ante una cripta o asomarme sobre una mesa de autopsia. Porque así como puede doler un cuerpo muerto, a veces duele más encontrar cadáveres de ideas.
Hace tiempo prometí que mi propia biblioteca no sufrirá ese destino, ni será monumento al lector desaparecido cuando yo ya no esté. Mis amigos de papel encontrarán lectores, no mercaderes, y serán, más que reliquias, amuletos y llaves esperando ser abiertos, descifrados, compartidos.
Tengan la edad que tengan, los lectores y los libros siempre se están buscando; por eso, poner barreras entre ambos es un crimen sin sangre del que no puedo ser cómplice.
Un libro no ha de ser lastre cuando su vocación es convertirse en alas.