En un rincón del monasterio destacaba un antiguo pozo, cerrado con tapa de madera.
Como ninguna planta se marchitaba allí, en ese lugar se sembraban hierbas destinadas a la cocina, en feliz convivencia con diversas plantas medicinales y los jóvenes brotes e injertos de flores y árboles del huerto.
Sobre la tapa del pozo, el superior del monasterio agregó hojas secas a la brasa del sahumerio y encabezó la procesión al patio central para encender el fuego nuevo, como cada primavera.
Aquel año había sido difícil, y en la ceremonia destacaron ausencias junto a la presencia de otros que no habían visitado aquel lugar en mucho tiempo.
En cuanto el viejo maestro empezó a hablarle a la asamblea, el viento trajo un racimo de aromas congregados, como si el pozo hubiera conspirado para compartir su propio mensaje de esperanza.