Debo admitirlo: los escritores rusos siempre han sido para mí como un buen guiso que oculta su verdadera apariencia y solamente se revela a los sentidos de uno en uno, casi a traición. Como el mole oaxaqueño o la cochinita pibil que se consumen en el mercado o en casa de la abuela.
Digo, pues, que para leer a los rusos, como para comer estos platillos misteriosos, se necesita un buen tiempo sin estorbos y adecuado ruido de fondo (o silencio de fondo) para envolverse en la atmósfera y “dejarse llevar” por los sentidos, uno a uno. Por cada personaje.
De pronto, un detalle me hace dudar de mi percepción o de la traducción (alguno de los sentidos detecta algo sorpresivo, o quizás fuera de lugar, que invita a volver atrás, a releer, a reflexionar).
Es hora de tomar un respiro. Entonces aparecen en tropel (como las canicas de Cri-Cri) los recuerdos de otras lecturas, en este caso apocalípticas o persecutorias, con un toque de guerra fría o revolución cultural (“los novísimos”, dirían los teólogos: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, así, con mayúsculas).
Me duelen las pausas, porque sé que esta comunión de letras es fugaz y delicada, una sensación intensa y frágil que hay que fabricar con paciencia. Así recuerdo que el libro interruptus es una falta de respeto.
En ese momento sé que la historia promete; sólo me queda perseverar para saber si cumple.
Y si es realmente buena, me enteraré hasta después de haberla terminado, cuando “me caiga el veinte”. Allá serán el gozo y la sonrisa, que se desabotona en carcajadas.