Cuando no cambio los vívidos colores de mi mente por los colores vividos, esos en los que no sólo puedo posar la vista sino las manos, sé que algo sucede.
Cuando recuerdo sin presunción, pero con algo de esfuerzo, aquella frase cartesiana de que los sentidos nos engañan, o cuando surge en mis labios una sonrisa que poco a poco se desinfla, y de pronto parece jamás haber estado allí, estoy seguro de que la imaginación se ha adueñado del terreno.
Cuando la velada se transforma en carrera de resistencia entre la avidez y la meta (porque a un libro se le puede abandonar, pero no a los personajes que atrapan), casi todo está dicho.
Cuando en el margen veo esa caligrafía extraña que nace de la doble penumbra de mi mente y la noche, creo que el camino ha sido demasiado largo.
Para cuando el alba traza sus primeras, tímidas, caricias a través de la ventana, únicamente la esperan los testigos de siempre.
Junto al papel, poso de las ideas, el libro que me resistía a abandonar hasta no saber el desenlace; y el pocillo con su residuo, último vestigio de un empeño que duerme, ahora que alrededor todo despierta.