La libre asociación, quizás mejor llamada complicidad entre escribidor y musas, entre palabra y silencio, entre página y letra, es una especie de mundo flotante, un bolsillo del que puede salir casi cualquier cosa transformada en negro sobre blanco.
La urgencia de contar es un ojo interno, un oído perenne, una mano extendida sin descanso, que lo mismo hace protagonista –en sueños de letras– a una taza de café que a una rata. Los borradores mentales (con imágenes o sin ellas) son “manteo” de las divagaciones, hasta que alguna caiga de pie.
“Una antigua creencia árabe imagina que el poeta es un ser montado cada noche por un demonio que le exige arrancar a la lengua lo que la lengua niega. Esa tarea es ardua y el poeta insiste porque no tiene más remedio. Espera que la imaginación encuentre en la vivencia su justa expresión y las tres celebren una boda milagrosa. Bien dijo Dylan Thomas que el poeta persevera en su mester con la esperanza de que el milagro se produzca.” (Juan Gelman, en El País)
Con el tiempo, escribir se transforma en un acto de riesgo no calculado. El autor no manda; sólo da la señal para que el personaje elija su camino y se detenga donde quiera.
Después, los lectores hacen suyo el texto. Allí al mismo tiempo se cumplen dos condiciones: ninguna interpretación es “la buena” y cada quien tiene la propia.
El escribidor suele ser el primero en descubrir qué sucede con el personaje, la idea, la palabra que soltó sobre la página: algo que ni el autor sabía. Decía Hemingway que se hizo escritor porque un día tuvo ganas de leer algo que nadie hubiera leído antes.
Pues eso. Así sucede con los textos afiebrados que a veces asoman en otros espacios, y suele ser habitual en esta, que por algo se llama pocilga: porque, afortunadamente, el lodo sabio de la imaginación siempre puede llegar (y llevar) a cualquier parte. Así sea.