Tiempo después de publicar un cuestionario sobre la nacionalidad mexicana que, además de instructivo, permitió sano esparcimiento en la pocilga (y nos puso en el radar de los buscadores de respuestas), Mara volvió a la carga hablando sobre (y desde) la experiencia de ser extranjero en la propia tierra o en tierra extraña.
La reflexión que siguió no tuvo resultados tan divertidos, pero llegó más allá de lo meramente anecdótico. Para mí, la identidad no es tanto cosa de banderas o fronteras, sino más bien de hogar y vecindario: ¿dónde (y con quiénes) me siento bien, construyo, aprendo? Las reuniones sirven para abrir los ojos a otras maneras de ser y de ver el mundo, preferiblemente en un entorno amigable, variado y abierto.
Cuando no es así, la clave para salir adelante no está en la fuerza de las propias convicciones, ni en mis (o sus) malas o buenas experiencias, sino (creo yo) en la capacidad de compartirlas. Eso, en otros tiempos, se llamaba “modales”, o (sin eufemismos) “buena educación”. Los modales sirven para que las personas convivan de modo que no resulten una carga, ni ocasionen un daño, sino que las vivencias se transformen en aprendizaje.
Vivir en el país o la región que sea y parecer “de fuera” puede provocar insultos o halagos. Lo malo es que los estereotipos sirven porque es más fácil asumir que estudiar, rechazar que convivir: tengo amigos de regiones y países (y colores y costumbres) muy diferentes, y yo no me parezco a Jorge Negrete ni a Cantinflas.
Lo cierto es que los estereotipos no resisten la convivencia, y esa es la pregunta: ¿qué tan dispuesto estoy a convivir? Nadie es tan tonto como para no tener algo qué enseñar, ni nadie tan listo que no tenga ya que aprender.
Estoy convencido de que “lo folklórico” es casi totalmente anécdota, y sé que la realidad es mayor que los prejuicios o los complejos.
El ser humano está lleno a rebosar de esas paradojas: la naturaleza chancha (el “temperamento”, el patrioterismo –que no patriotismo– o las puras tripas) se lleva de corbata a la naturaleza pensante que, paradójicamente, después del desahogo es la que debe limpiar el tiradero, vendar las heridas o levantar los ánimos. ¡Tan divertido que es unificar el ser chancho y el ser pensante!
La bronca es la disposición y el hábito de aprender: a hablar, a escuchar, a cooperar. A elegir. Aunque no tenga siempre la última palabra.
A convivir, pues, que la vida ya tiene drama suficiente.