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De fogón y hogar (II. El fogón bien temperado)

Ändamålsenlig_matlagning_p_1-wikimedia_commonsLas incansables fauces de lumbre recibían de todo, pero especialmente carbón y leña, junto a los cantos rodados y otras piedras empleadas para amasar o para mantener caliente desde un biberón en baño María hasta las tortillas en su trayecto a la mesa. Todo el conjunto daba a la cocina un aroma peculiar e inolvidable, disperso por la casa a caballo del calor húmedo, bajo un cielo tan liso y tan azul como el peltre de la jarra cafetera.

El tránsito de los niños comenzaba “en el almuerzo, porque desayuno es cuando el sol asoma“. Luego, quienes no teníamos ocupación o edad para estar en la cocina nos íbamos a jugar, cada quien en su mundo, hasta la hora de comer.

No tengo demasiada memoria, pero el pan bronceado a la lumbre con un poco de mantequilla, y las tortillas de mano y con manteca hacen que mi paladar errante persiga rastros de aquellos sabores en cada cocina que encuentro.

Así como Nana, todas las abuelas eran expertas, pero cada una tenía su sazón especial para cada cosa, desde la sopa de fideo hasta cierto flan (perdón, Nana: Queso de Nápoles) cuya información nutricional haría palidecer a una gelatina light de las de ahora, pues podía enfrentar en duelo calórico a cualquier plato principal. Las recetas eran casi secreto de familia no por estar ocultas, sino porque había que aprenderlas en la trinchera; los libros de cocina sólo son referencia, pues la instrucción la recibimos siempre, literalmente, en la línea de fuego.

Para que cualquier alimento merezca un lugar en la mesa (y –antes de eso– sobre, entre o bajo las brasas), hay que saber elegir ingredientes y herramientas, todos impecables y de calidad: desde el ajo y la cebolla (junto al tomate y el chile dulce) base de cualquier sofrito, hasta la cazuela de vapor donde reposarán su última etapa los (sudorosos, les decía yo) tamales.

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Con el tiempo, los aprendices (en general rebasados –y de lejos– por las aprendices) superaban los ensayos, y aunque no todos logramos llegar a la línea de banderines, nos queda claro que cocinar (al menos pasablemente) es un derecho humano, base del amor propio. Si no saber cocinar deprime, tener que alimentarse con engendros de indigestión (para colmo, autoinfligidos) bien vale un Prozac… o algo más fuertecito (como un tequilazo). Porque una cosa son los ocasionales desastres culinarios y muy otra la eutanasia episódica. En la trinchera del “fogón bien temperado” –bendita seas, Nana– también se lucha contra la extinción humana.

Anécdotas e historias hay muchas, pero única entre ellas aparece siempre la confección de un inefable pavo pibil, lustroso y dorado como laca de Oriente, cierta vez que tuve el privilegio de probarlo antes que nadie por gracia especialísima de la cocinera.

Después de tanta magia de hornilla, la llegada de la estufa y el horno de gas “modernizó” los desayunos haciendo más fácil la confección de un huevo frito o revuelto, aunque las cocineras de siempre decían (y eso que no había aparecido el microondas) que aquello sólo servía para hervir agua, recalentar o fabricar palomitas de olla… esas que crepitaban queriendo imitar, sin conseguirlo, la rumorosa y chispeante melodía del fogón.

[Las imágenes para estos posts provienen de Wikimedia Commons, y el empujón para unir los ingredientes (en parte piratería legítima), intersecta con algo aparecido en La Barandilla. Por supuesto, todas las anécdotas y sucedencias son irresponsabilidad de quien suscribe y de la pocilga, que dedican estas líneas, siempre, a la familia y a todos los discípulos y herederos de tan legendaria tradición.]

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De fogón y hogar (I. La Comunidad de la Hornilla)

La_cocina_(Ramón_Bayeu)-wikimedia_commonsDesde muy pequeño, la curiosidad (y el hambre) me acercaron a una escuela de magia inesperada, sólo que yo no sabía que lo era a pesar de que allí surgieron muchas de mis preguntas (y a veces obtenía respuestas). Allí hice mis primeras incursiones, guiado por la nariz, que aprendió en eso antes que mis ojos y mi lengua. Era un lugar especial, por igual limpio, acogedor y peligroso.

Aquí no hace frío; aquí nace la magia“. Esas palabras, creo que de Nana, anticipaban los prodigios y delicias que brotaban luego al amor del fogón. Primero fue un lugar de ronda y misterio, de ansiedades y hurtos más o menos solapados, hasta que alguien descubrió mi olfato, más sutil y preciso que la infantil torpeza de mis manos. Desde entonces, las cosas han cambiado un poco, pero aunque las manos han recibido entrenamiento, mi nariz sigue siendo instrumento primario.

Así fui recibido en La Comunidad de la Hornilla.  Todos me enseñaron poco a poco breves y sencillas (mágicas, decía yo) “recetas”, en realidad procesos de la cocina, que alguien de mi estatura podía hacer, como “untos” (aplicación de mantequilla o mayonesa), “pan (y tortillas) a la lumbre” (tostadas), jugo de limón o naranja, y “el aliño base” de la ensalada (limón, sal y pimienta). Estoy seguro de que al mismo tiempo las figuras de lumbre me revelaron alguna de mis primeras historias, aunque el calor de la imaginación haya seguido desde entonces otros caminos para no quemar (al menos, no literalmente) mis dedos.

El simple fuego combate los inviernos, pero además “hace centro”. Congregar a los que saben hacer las cosas ante el fogón es más que suficiente: aunque las luces y “la fiesta” estén allá en la sala, lo que surge de la cocina hace la reunión, con todo y su pretexto; después de todo, “El hogar es el fogón, el calor del corazón“.

Medieval_kitchen-wikimedia_commonsEn una de las casas legendarias (donde dicen que todavía hoy circulan murciélagos y algún fantasma) la estufa de gas no era como tal parte de la cocina: La Cocina, así con artículo, pausa y mayúsculas, eran la hornilla y el fogón de leña y carbón, en un recinto de techos altos y amplia ventana al patio. Allí circulaban los gatos, los patos y los platos (cada quien en su lugar, no piensen mal) y el fuego solamente descansaba en la noche, entre brazos de ceniza y brasas anaranjadas.

Muy temprano, una jarra de peltre era la primera señal: allí aparecía el café, que nos atrapaba por la nariz antes que por la vista: negro y fuerte para los mayores, con azúcar o piloncillo para las abuelas, con leche para casi todos los demás, familia, amigos y visitantes. (continuará)

 

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Space oddity de carne y huesos.

Sigo impresionado por este video.
Creo que Bowie se lo imaginó ‘algo así’ cuando concibió la letra. *sigh* Algún día me tocará ver el disco de la tierra.

 

 

 

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Chispazos

Algodón, espuma y electrón

EyL3aHay partículas suspendidas (y no hablo de la contaminación) que sedimentan ideas como levadura hidrogenada, oxígeno, malabarismos mentales sin fecha de caducidad. Brotes de generación espontánea que no colisionan sino armonizan para edificar, tras aparente Babel, nuevas historias.

Les invito a degustar una de esas letrerosas coincidencias, hoy en mi turno mensual del colectivo Escribidores y Literaturos, al borde de su aniversario.

Ala nube. Ingredientes para confección de sueños… o no.

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Así no me cuides

Creíamos conocer a la niñera, pero…

Así como El Resplandor puede ser una película familiar, las películas que creemos conocer pueden perturbar al espectador más allá de los cantos y juegos.

O tal vez necesito ir al cine.

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Chispazos Corriente

Letra sin pesar de pausa

A veces, olvido atender el guión del personaje más importante, ese que acecha desde el fondo de los ojos y espera una oportunidad para asomarse al espejo.

Emulando al comegalletas, se alimenta de letras y de libros, de luces y sombras; arropado con tinta y toga de hojarasca, conjura periódicamente a las musas… de preferencia ante las mesas y las mozas, patronas todas de las horas inconclusas.

Jan Van Eyck (Wikimedia Commons)Leer y escribir, en el orden que sea o se pueda, tiene momentos definitorios, a medias entre pánico escénico y  bloqueo. Pero viviendo en el imperio de lo instantáneo también vale “en la duda, abstente”… entonces la reflexión desaparece, y la oportunidad de escribir también; releer un borrador es tedioso, y apuntar una frase del libro que ahora mismo estoy leyendo parece complicado.

Sin embargo, las pausas —en estos tiempos donde todo es reactivo e inmediato— que antes eran señal de fatiga, fatalidad y alarma, ahora sólo ocasionan parpadeos. Hasta que una palabra, una imagen, una señal cualquiera-pero-no-cualquiera hace contemplar el camino, tomar aire… y zambullirse de nuevo.

Así ya no hay altos, sólo espacios en blanco; no espejismos, sino retazos que alguien debe atreverse a llenar, zurcir, componer, ensartar. Si el ímpetu no alcanza para trazar las palabras, hay que salirles al encuentro. Los vehículos (y las herramientas) sobran.

Así decía cierto filósofo: el movimiento se demuestra andando. Pero más me gusta cantar, con José Alfredo, aquello de una piedra en el camino.

En este oficio, llámenle como quieran, qué más da si el horizonte es o parece inalcanzable: por lo regular, basta con que sea punto de referencia.

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