“Con la certeza matemática de no ser más tonto, me senté ante mi mesa y escribí una novela” — G. Tommasi di Lampedusa
Hay ocupaciones (es decir, características, no necesariamente virtudes) que parecen invocar victimarios espontáneos.
Tal es el curioso efecto que provoca en ciertas personas enterarse de que a uno le gusta leer. Por ejemplo un amigo –devoto de las actividades al aire libre– que al encontrar al lector instalado en cómoda silla, con el grado de sombra preciso y una bebida refrescante al alcance de la mano, sólo atina a decir: “¿Cómo te puedes quedar allí sin hacer nada en un día tan maravilloso?” O, al contemplar las condiciones de un ejemplar que hacen evidente su uso repetido: “¿Para qué guardas un libro que ya leíste?”.
Es peor si descubren que, aparte de disfrutar la lectura, nos gusta escribir. “Has de tener mucho tiempo“, me dijo uno, con el tono de que eso de trasladar ideas al papel delata consagración absoluta a la holgazanería (con h). Igualito le dicen a los diseñadores, arquitectos, actores y muchos otros, que porque nomás hacen dibujitos, repiten palabras o pulsan botones. Cómo no.
Otro quiso saber sinceramente cuántos libros he escrito. Igualmente sincero (y casi tan pragmático) le dije: ninguno que valga la pena todavía. De inmediato me contestó: “¿Entonces, de qué te sirve escribir?”.
La respuesta no la transcribo. Pero me recordó (más o menos) un viejo chiste:
Leí que el alcohol era malo y dejé de tomar. Leí que el tabaco era malo y dejé de fumar. Leí que el sexo era malo y dejé de leer.
Yo sigo leyendo. Y escribiendo también. Porque sí.