En alguna de mis lecturas hallé una frase de Mark Twain que se quedó conmigo sin la fuente exacta: “Si se enviara un mensaje a cada hogar diciendo ‘Huye, todo se ha descubierto’, las casas quedarían vacías”. Así es el antimurmullo, la esfera negra recibida en el comedor del Almirante Benbow. Un diagnóstico de fatalidad ante el que sólo cabe una de dos cosas: embrutecimiento o entrega.
No sé si resulte irónico solamente para mí, pero leer a un clic de distancia el elogio a la imaginación de Vargas Llosa al recibir el Nobel y las declaraciones de Julian Assange, el “antiprofeta” de Wikileaks, me han hecho mirar sobre los hombros un poco más paranoicamente que siempre. Recordé entonces uno de los principios sí escritos de este espacio: “vivir no ensucia, y si nos cae la mugre, agradecemos que sea nomás por fuera”.
En la casa de los trinos, por ejemplo, ¿qué pasaría si el torrente de mensajes directos quedara al descubierto? Alguno se cuela a veces, y nunca falta el ánimo chocarrero que inmortaliza esos despistes.
Creo que olvidamos, en este tráfago de voces, el valor de los verdaderos silencios y la confianza que se ejerce en una conversación directa. Lo que se pierde, si no lo sabemos cuidar (fácil: sólo requiere modales), no es el secretismo, sino la libertad de elegir a quién decirle lo que queremos decir.
Creo que ni siquiera la imaginación está a salvo de su locura, y que el territorio humano se vuelve más agreste a cada frase intempestiva. Por eso defiendo, más que la “cultura de la denuncia” o el “edificio de cristal”, la educación de la confidencia, el valor de lo discreto. Porque exige criterio, formación y congruencia, así como el escultor no sólo maneja el cincel, sino que tiene un plan de trabajo y una lija de agua.
Aprender a conversar con electrones, con voces o con signos es algo indispensable para convivir (vivir-con). Saber que las palabras son poderosas, y pueden ser eternas, no debe impedir que las usemos.
Aunque no sea secreto, lo que nos llega así, como en voz baja, tiene efecto contundente, casi físico. Y a veces sin el casi. No hablo del chisme, sino de ese susurro con retintín que es signo de ironía, complicidad o regocijo compartido.
Allí residen la magia y el poder de las voces al oído: en estremecer el alma de hombres y de palabras.